Para los dos primeros ha significado el rito macabro y oscuro de los cuchillos largos que suele acompañar a las derrotas políticas. Para el tercero, representa en cambio un futuro luminoso y de buenos augurios.

Manlio Fabio Beltrones tomó la decisión de renunciar desde la noche misma del 5 de junio cuando se fue derrumbando el castillo ilusorio del triunfo en nueve de las doce gubernaturas en juego. Hombre polémico, se le puede acusar de cualquier cosa menos de traicionar sus convicciones. Por ello, en un acto de dignidad y congruencia “Manlio” decidió despertar del breve sueño de encabezar el partido de toda su vida. Y concluir así la pesadilla que significó ganar apenas cinco elecciones y en cambio perder siete, incluyendo estados estratégicos para la nación y el propio PRI. Una derrota estrepitosa, de la que sin embargo no se le puede culpar totalmente. En todo caso, su pecado fue el dejarse imponer desde las alturas algunas candidaturas sin destino; con el factor adicional y este sí definitorio, de gobiernos estatales sumidos en el miasma de corrupciones tan escandalosas como las de los Duartes de Chihuahua y Veracruz. Peor imposible.

Es evidente que Beltrones negoció con el presidente Peña Nieto los términos de su salida. Después de todo es él quien manda en el partido. Y sé que sus poderosos malquerientes pidieron su cabeza. Pero Manlio se fue por decisión propia: ejercitante de la política como el arte de los tiempos, se despidió en el momento oportuno con una lección para sí mismo y para el PRI: “…los electores dieron un mensaje a políticas públicas equivocadas o a políticos que incurrieron en excesos, que no tuvieron conductas transparentes y que no actuaron de forma responsable. Sus respectivos partidos recibieron la sanción de una ciudadanía vigilante que premia y castiga con su voto”.

En el caso de Agustín Basave, vivimos la crónica de una renuncia largamente anunciada. Arribado al cargo en un rarísimo experimento de invitar a un extraño a la dirigencia nacional del PRD, Basave encendió de entrada una hoguera que ardió los escasos siete meses que duró en el cargo: las antinaturales alianzas con el PAN como única posibilidad de sobrevivencia. Y no se equivocó. Contra los pronósticos internos y externos, la dupla PAN-PRD obtuvo la joya de la corona en Veracruz y otros dos estados tan significativos como Quintana Roo y Durango. Lo vi en acción y me pareció que pese a su fama de académico, lo hizo muy bien en las campañas. Aunque me asegura que desde antes del 5 de junio ya tenía tomada la decisión de su renuncia al no poder lograr que las tristemente tribus se sentaran en torno al fuego para fumar la pipa de la paz. Misión imposible.

Quien vive una ensoñación luminosa es el llamado joven maravilla de la política mexicana: Ricardo Anaya, quien ha llevado a su partido, el PAN, a un triunfo histórico de siete gubernaturas que ni los propios panistas terminan de creerse. Una muestra de que aprende rápido es que me dice que no sólo ganaron ellos, sino perdieron los otros por sus pésimos gobiernos. Lo cierto es que Anaya ya se colocó a la cabeza de las encuestas entre los precandidatos panistas a la Presidencia de la República; en un 2018 que desde ahora presiona con todo y a todos.

Periodista.

ddn_rocha@hotmail.com

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