En el ritual de ayer hubo dos abrazos largos que resultaron anticlimáticos. El Presidente fue efusivo a la hora de saludar al gobernador de Chihuahua, César Duarte, y lo mismo hizo con Carlos Romero Deschamps, líder de los petroleros.

Lo cortés no quita lo valiente, dice el refrán, y sin embargo estos dos personajes, cuya corrupción ha sido ostentosa, habrían merecido al menos la misma sequedad que el jefe del Ejecutivo entregó, por ejemplo, a Manuel Velasco, gobernador chiapaneco.

Y es que pareció sincero el habitante de Los Pinos cuando reconoció en su mensaje que la población está indignada por los señalamientos de conflicto de interés —“que incluso involucran al titular del Ejecutivo”— así como por las denuncias de corrupción frecuentes en los tres ámbitos de gobierno.

¿Cuánta inocencia puede haber si al mismo tiempo se es públicamente deferente con un gobernador que recién compró un banco con dinero de los contribuyentes o con un líder sindical que regala un Ferrari de 6 millones de dólares a su hijo?

Tuvo razón Peña Nieto cuando dijo que en política los esfuerzos necesitan responsabilidad y congruencia. Al hacerlo concedió que los discursos no bastan.

Es demagógico aceptar, por un lado, que el titular del Ejecutivo estuvo involucrado en conflictos de interés y, por el otro, ser exonerado por un subordinado.

Tanto como observar que hay escándalos graves de corrupción en el ámbito local sin que nadie cercano al poder presidencial haya pagado por ello. El caso de Humberto Moreira sigue atizando la indignación y ahora se suman otros expedientes como los del señor Duarte o el señor Romero Deschamps, cuya parentela da pruebas regulares de frivolidad.

Y sin embargo algunas cosas —pocas, pero relevantes— han cambiado. El año pasado, previo al Segundo Informe de Gobierno, Enrique Peña Nieto otorgó una inolvidable entrevista donde afirmó que la corrupción era un mal muy arraigado en la cultura mexicana.

Por el tufo justificatorio de la declaración le llovió duro al Presidente. Todavía en su mensaje de septiembre de 2014, el jefe del Estado mexicano traía la brújula sin norte a este respecto. La palabra corrupción logró solo dos referencias en todo el documento del informe presentado ante el Congreso hace 12 meses.

Ahora no puede decirse lo mismo. En el texto de 640 páginas, depositado dos días atrás en las manos de los legisladores, el término se repitió en 37 ocasiones. Cuantitativamente el salto es importante.

Ahí se liga el combate contra la corrupción gubernamental a temas tan variados como la justicia cotidiana, la transparencia, la confianza ciudadana, la participación política, el sistema y las leyes anticorrupción, la rendición de cuentas y la lista continúa.

En sólo 365 días este tema, que era pequeño en la agenda gubernamental, emergió con gran vigor hasta colocarse en el corazón del debate nacional. Festejemos que los medios y la sociedad han perdido el monopolio sobre la preocupación que despierta tener gobernantes corruptos.

En hora buena que el Presidente haga propio el asunto y lo defienda, como él mismo dijo, con responsabilidad y congruencia.

No obstante, algo más que reformar las leyes será pronto necesario para que su palabra obtenga credibilidad. Si realmente quiere que la corrupción salga por la puerta grande, habrán también de ser castigados los culpables de cometerla. La cuestión pendiente sigue siendo la impunidad.

ZOOM: La pregunta no es ociosa, ¿a quién le dedicó el Presidente aquello de “la demagogia y el populismo erosionan la confianza de la población; alientan su insatisfacción; y fomentan el odio en contra de instituciones o comunidades enteras”?

@ricardomraphael

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