Nicolás Maduro es un dictador en potencia. Es ejemplo vivo del autoritarismo y la intolerancia a la que lleva un régimen carente de ideología. Si conociera y reivindicara, como asegura, la de Simón Bolívar, no tendría a Venezuela en la crisis que la tiene. Sus actos lo delatan: mata a quienes se le oponen, encarcela a quienes proponen otra vía para su país y desconoce a una Asamblea constitucionalmente electa, de mayoría opositora, mediante la elección manipulada de otra que hará una nueva Constitución que acaso lo perpetúe en el poder a él y a su grupo político.

Es indudable, por otra parte, que Estados Unidos encabeza una andanada contra ese gobierno incómodo, para arrebatarle el control de la riqueza petrolera de su país. También lo es que ese objetivo estratégico encontrará su más rápida y efectiva consecución en una Venezuela confrontada y polarizada, como la que vemos en estos aciagos días. Maduro y la casta con la que se ha encumbrado no alcanzan a ver que la ruptura constitucional que ellos mismos han propiciado con este autogolpe de Estado, sólo facilitará la agresión estadounidense, hasta hoy materializada en sanciones económicas como las que empujaron a Cuba hacia la dictadura.

Pero esta dramática realidad del hermano país sudamericano no justifica la posición asumida por el presidente Peña Nieto y su canciller Luis Videgaray, primero con la fracasada intentona de promover desde la OEA, en línea con los dictados de Washington, un voto de condena a Maduro; y, en días pasados, con la declaración de que el gobierno de México respaldará las sanciones impuestas por EU y no reconocerá el resultado de la elección de la Asamblea Constituyente.

Esa posición no se justifica por razones históricas, además de que es violatoria de principios constitucionales vigentes, que han sido valladar en la defensa de nuestra soberanía y garantía de nuestra viabilidad como país independiente, aun dentro de la globalización y pese al entreguismo de nuestros últimos gobiernos.

Y así resulta que el actual, heredero por cierto del poderoso Grupo Atlacomulco, pisotea los principios de política exterior delineados por su fundador, Isidro Fabela, uno de los mejores secretarios de Relaciones Exteriores que ha tenido el país.

El 21 de abril de 1914, tropas de EU desembarcaron en el puerto de Veracruz. El llamado “Incidente Tampico” (la detención en el Río Pánuco de un grupo de marinos estadounidenses) fue tan solo el pretexto. Aquella ocupación de Veracruz pretendía, en realidad, evitar el desembarco de armas francesas y alemanas adquiridas por el usurpador Victoriano Huerta quien, apoyado por Estados Unidos, había asesinado a Madero y dado un golpe de Estado al gobierno legítimamente electo de Francisco Madero. Pero era la lógica (en el contexto de la Primera Guerra Mundial) de la naciente Doctrina Monroe: “América para los americanos”, los estadounidenses, quedaría claro después.

Aquella invasión reconocía, de alguna manera, a los constitucionalistas de Carranza, de quien Fabela era canciller. El golpe, cierto, era contra Huerta y a cambio de él, los estadounidenses exigían el respaldo de Carranza a la Doctrina Monroe y una serie de beneficios fiscales para sus ciudadanos avecindados en México. Fabela exigió la desocupación del puerto: “La ofensa no es a Huerta sino al pueblo de México”. Rechazó, así, las condiciones impuestas por el invasor, y consiguió la desocupación de Veracruz el 23 de septiembre de ese mismo 1914.

“Todos los Estados son iguales ante el Derecho, ningún país lo tiene para intervenir en los asuntos internos o externos de otros; nacionales o extranjeros deben ser iguales ante la soberanía del Estado en que se encuentren”, sentenció Fabela en su momento.

Así nacieron los principios constitucionales de nuestra política exterior: solución pacífica de controversias, no intervención y autodeterminación de los pueblos, que años después, con la Doctrina Estrada, prestigiarían la posición de México ante el mundo. Declarada el 27 de septiembre de 1930 por el entonces secretario de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada establecía: El gobierno de México no reconoce o desconoce gobiernos, ni juzga su legitimidad o ilegitimidad; sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades.

Esos criterios han sido pisoteados por los gobiernos panistas y el actual del PRI. Desde entonces se ha argumentado que por encima de esos principios está la exigencia del respeto a los derechos humanos. Es posible y sería congruente si nuestros gobiernos los respetaran aquí como exigen que se respeten afuera. Y si consideran que esos principios históricos son anacrónicos, pues entonces cámbienlos, pero no los violen. Mientras, no intervengan, no hagan lo que no nos gustaría que nos hicieran. No se equivoca el refrán: “Hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre”.

INSTANTÁNEAS. 1. DEFINICIÓN. De cara a la Asamblea del PRI del próximo 12 de agosto, el secretario general de la CNOP, Arturo Zamora Jiménez, aseguró que el tricolor escuchará la voz de toda su militancia y se abrirá a atender las preocupaciones de la ciudadanía. También dijo que, ante la corrupción que toca a todos los partidos, el PRI es el único que se ha mostrado dispuesto a limpiar la casa. Ya veremos.

2. PRESEA. El secretario de Salud, José Narro, recibió en Chiapas la presea Jorge de la Vega Domínguez en Administración Pública. No sólo estuvo el ex gobernador del estado cuyo nombre lleva el galardón. También estuvieron los ex gobernadores Patrocinio González Garrido y Julio César Ruiz Ferro, otros dos ex mandatarios del estado de Chiapas.

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