Era difícil imaginar en 2012, cuando ocurrió la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, que se trataba apenas de un episodio en la serie de narcoviolencia que hemos atestiguado en primera fila desde hace ya muchos años. Aún no pasaba por nuestra mente que venía lo peor y que 43 jóvenes estudiantes de Guerrero se convertirían en desaparecidos.

Han ocurrido esos y otros duros episodios más y el sentir de los mexicanos sigue siendo el mismo: “La violencia va en aumento en el país”.  Por ejemplo, los feminicidios eran cosa de la frontera, allá, muy lejos, en Ciudad Juárez, Chihuahua. Hoy, el fenómeno nos toca a la puerta en el Estado de México —57 casos en el primer trimestre y más de 150 en la primera mitad de 2016, incluido el de Karen Esquivel y su indignante desenlace. Un delito que en la Ciudad de México también va en aumento. Ahí están los 53 asesinatos de mujeres apenas hasta agosto pasado, el mismo número con el que se cerró en todo 2015.

Hace tres meses —en junio— “concluyó” la búsqueda de los cinco jóvenes desaparecidos en Tierra Blanca Veracruz. Todavía no pasábamos ese trago, cuando se encontraron los cuerpos sin vida de tres de los cuatro jóvenes desaparecidos apenas el 29 de septiembre en Boca Del Río.

Los números son perturbadores, se contabiliza un asesinato cada 23 minutos. Datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación revelan que de septiembre de 2015 a julio de 2016 en México se han registrado 21 mil 807 homicidios dolosos.

En el léxico mexicano ya son de uso cotidiano términos como levantados, desaparecidos, torturados, fosas y ejecutados. Me niego a hablar así, y sobre todo me niego a vivir así.

¿Hemos perdido nuestra capacidad de asombro?  ¿Nos parece normal lo que pasa? Puede que sea un mecanismo de defensa y vayamos perdiendo sensibilidad para que la realidad nos duela menos. Pero no podemos ignorarlo ni olvidarlo. Las víctimas que ha cobrado esta ola de violencia tenían nombre, eran padres, madres, hermanos, amigas, hijos; tenían sueños y aspiraciones; un ser querido los amaba y los extraña; hacen falta y no podemos dejar que se conviertan en una cifra.

Mientras nuestros políticos y gobernantes se atrincheran tras su glosario de excusas, los ciudadanos estamos diario a merced de esta violencia. Me rehuso a aceptar que no nos quede más que acostumbrarnos.

EL HUERFANITO. Así como hay costumbres que no podemos permitir que se arraiguen, hay otras que debemos repudiar que regresen. Eso de que contratistas del gobierno lleguen a “conversar” con los funcionarios que definen los destinos del presupuesto en vehículos que cuestan más que una vivienda promedio, es un insulto para los mexicanos y una muestra más de la corrupción y la desigualdad que tanto nos irritan. Abusan y lo ostentan. Cínicos.

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