Pedro Infante murió hace 60 años. Cada 15 de abril me detengo a pensarlo, la fecha se me quedó puesta, no por ser testigo de esa muerte accidental, sino porque viví cerca del Panteón Jardín donde el ídolo mexicano recibe visitas puntuales y homenajes floridos cada año. La primera muerte que recuerdo como asunto colectivo fue la de John F. Kennedy. No sé si a los siete años tenía idea de quién era el presidente de Estados Unidos, lo supe seguramente a raíz de su muerte, de las fotos del auto descapotado donde Kennedy recarga su cabeza de herido en el hombro de su esposa Jackie. Debo haber visto esa imagen mil veces en la revista Life o Look. La construcción del recuerdo está teñida de despueses. Lo que sé es que mamá nos había recogido en la escuela con su Volkswagen beige y que antes de llegar a casa pasamos a ver a mi abuela que trabajaba en una tienda de la calle de Durango. Mi madre se bajó del coche, mi abuela salió a la banqueta y mi hermana y yo las vimos abrazarse y llorar. Mataron a Kennedy, nos dijo mamá cuando volvió al auto. Imposible registrar la muerte de Pedro Infante hace 60 años, cuando lo escuché no lo pensé jamás como un muerto. La voz es quizás nuestra parte más viva. Así que Pedro Infante sonaba en la radio de las muchachas de casa, en ese cuarto de servicio al que me escabullía como si hubiera un pasadizo secreto en la casa, un mundo dentro de nuestro mundo en la calle de Coahuila. La voz sonaba alegre, pícara mientras Malena lavaba la ropa en la azotea y yo remojaba la de mi muñeca en la cubeta contigua. El radio y Pedro Infante eran un salvoconducto a un mundo de una alegría diferente, desenfadado a pesar de estar lleno de tareas. Como si el mundo que yo registraba se dividiera en lo que había en nuestra pequeña casa de dos pisos y lo que la azotea, entre tinacos, tendedero y cuarto de servicio, revelaba. Quizás mi fascinación por las azoteas venga de esa vida doble que era el México de mi infancia sesentera. Allí las reglas no eran las de mamá, se podía escuchar otra conversación, evocaciones de los lugares de donde procedían aquellas dos hermanas: la que cocinaba y la que limpiaba (y me peinaba por las mañanas), sabidurías diferentes, chile verde a mordidas en la cocina.

Pedro Infante se me hizo persona en las películas a blanco y negro que veía en televisión. Tenía más que ver con el mundo de la azotea de casa, aunque los escenarios fueran las haciendas de Jalisco, con sus patios y aleros, y jardines con pozos, que con el mundo escaleras abajo que sonaba a bossa-nova, a las clases de alemán que mis padres tomaban en la sala, a los libros y paredes en los cuadros y la decoración a la inglesa. Cada vez que una película interrumpía en el mundo cosmopolita en donde vivíamos los jóvenes de los 70 a paladas de rock en inglés, de cine internacional, de moda topera, acampanados y batik, siguió siendo un salvoconducto a una parte soterrada del México que llevaba dentro. Un día lo escuché de veras, pasó de ser música de fondo, a cantante en primer plano. Me encantó mirarlo en Los tres huastecos y reírme con Pedro el bueno y Jorge (Negrete) el malo, donde los dos ídolos del cine y la canción mexicana, tiempo atrás muertos, se dan un mano a mano de estilos de ser y de canto. Tanto se volvió parte de casa, en mi familia recién formada, que cuando nos referíamos a mi hermano Pedro, mi hija solía llamarlo el tío Pedro Infante. Sí, ahora que lo pienso, era una especie de tío, de compadre, de amigo de las reuniones, cuando cantaba lo del beso mordelón o “Las Isabeles”, delgaditas de cintura y de corazón alegre o nos hacía reír con las cuentas que le hacía a Eufemia. Simpático y carismático, de Huamuchil, Sinaloa, nos trajo el estilo franco y frontal, y muy pronto nos metió a la bolsa a los que aún no lo habíamos escuchado ni visto (porque los ídolos algún día nos alcanzan) para que sintiéramos que era nuestro y que su muerte vuelve a suceder año con año. Ese despegar de la pista en Mérida en el avión que él volaba y venirse abajo, porque caray, morirse a los 39 años en plena cumbre como actor, justo cuando recibió el Oso de plata en Berlín por su actuación como Tizoc, y cuando la garganta era un chorro de voz, es un imprevisto, una desgracia, algo que no debe suceder y que se nos queda para siempre como un Pepe El Toro sin envejecer y cantando; 60 años de no estar y seguir estando, me pregunto si seguirá alcanzando a las generaciones por venir, a los no nacidos. Mientras alguien lleve flores a su tumba y “Las mañanitas” nos lo traigan vivito y coleando en los cumpleaños, Pedro Infante será nuestro: un tío, un pretendiente, un compadre, un amigo.

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