La semana pasada, mi visita a Washington confirmó preocupaciones y fortaleció esperanzas.

Preocupaciones: todavía hace falta valor para enfrentar el discurso de odio de Trump contra México. Hablando con gente como Michael Chertoff (exsecretario de Seguridad Interior), y los senadores republicanos John McCain y Jeff Flake, confirmé —con esperanza— que estos y otros importantes actores saben que afectar a México daña mucho a Estados Unidos, por lo que los contrapesos políticos y económicos tienen que actuar cuanto antes. Además, hay think tanks como el Atlantic Council que con valentía pone en la mesa la situación de la relación entre nuestros países y los riesgos asociados a su deterioro dada nuestra verdadera interdependencia. Estados Unidos debe decidir si quiere seguir siendo aliado de nosotros. Se equivocarán si nos tratan como enemigos.

En esos mismos días, el secretario de Comercio de EU decía que no era urgente modificar el TLC. Más de un articulista ha señalado la preocupación por la prisa que se deja ver en el gobierno mexicano; el tiempo corre a favor de México, me dicen, y estoy de acuerdo; a quien le interesa la cancelación o la modificación es a una persona, no a nosotros. Da la impresión de que nuestros funcionarios quieren acabar en octubre, ¿para que dé tiempo de qué?, ¿de una campaña?, ¿otra vez metiendo las decisiones económicas en calendarios electorales? Cuidado.

Otra preocupación: durante muchos años he trabajado cerca de migrantes y de organizaciones defensoras de sus derechos y nunca había visto tanto miedo. En el grupo de mujeres migrantes con el que me reuní todas coincidieron. La vida les cambió a partir del 20 de enero. Pongámonos en los zapatos de una mujer llamada Isabel (por seguridad omito nombres verdaderos). Ella está preparando su “carpeta de deportación”, es decir, el archivo con todos los documentos y las instrucciones de qué hacer con la custodia de sus hijos y sus bienes materiales en caso de que un día ya no regrese a casa porque fue deportada. Las mamás no saben cómo tratar el tema con sus hijos. Conocí también a María, quien todos los días al despertar a su hija piensa: “por lo menos hoy, parece que sí nos quedamos en casa. Al menos hoy”. Y a Norma, quien emigró para ayudar a sacar adelante a su mamá. Ella tiene un hijo al que le da miedo llevar a la escuela, o que un día él regrese a la casa y ella ya no esté ahí.

Pero también sentí esperanza al ver la solidaridad de la gente. Como me comentó Paty. Sus amigos de la iglesia se organizaron para que cada familia ayude a una familia migrante en caso de que deporten a los papás. Nos compartieron sus historias pero también algunas propuestas que comentaré después de la reunión que tengo esta semana con algunos expertos en los temas.

Conocí la asociación “Dreamer’s Moms”, que está organizándose para que estos buenos estudiantes puedan ser respaldados por alguna familia en caso de que deporten a sus padres. Y vi el trabajo del equipo de AppleSeed, quienes han hecho un manual para salvaguardar el patrimonio de una familia en caso de deportación. O el hecho de que los aeropuertos se llenaron de abogados voluntarios para ayudar a los migrantes que eran nacionales de los 7 países que la acción ejecutiva prohibía su entrada.

En esa conmovedora reunión con migrantes, estaban estudiantes mexicanos. Todos ellos estudiando por la oportunidad que les da la vida a través de su familia o de las becas que el propio Estado mexicano ofrece. Ahí estaban, escuchando, dispuestos a ser puentes y como les dije: nunca sean un muro para nuestro pueblo.

Recordé que la Biblia está llena de historias de migrantes, deportados y exiliados que padecen momentos de oscuridad, depresión, duda y sufrimiento, pero que al final triunfan porque no perdieron la Fe ni la Esperanza. En México deberíamos hacer más para fortalecer la Fe y la Esperanza de los migrantes, vengan de donde vengan, vayan a donde vayan y se queden donde se queden.

Abogada

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