Donald Trump será el candidato del Partido Republicano a la presidencia de Estados Unidos. Lo escribo y todavía no lo creo. A pesar de que por meses insistí en que, con su poderosa mezcla de populismo económico y nativismo social, había que tomar en serio a Trump, guardaba también la esperanza de que al final imperara la razón entre los votantes republicanos o, al menos, que la cúpula del partido operara para quitarle la candidatura a Trump durante la convención del verano, aunque fuera de manera antidemocrática. No ocurrió lo primero y lo segundo es ahora imposible: Trump llegará a la plenaria del partido con la mayoría de los delegados en la bolsa. En Cleveland veremos la coronación (por más que sea a regañadientes) de una auténtica pesadilla de candidato presidencial.

Por supuesto, la pregunta central ahora es si Trump puede ganar la presidencia de Estados Unidos. La respuesta juiciosa es que no. Trump enfrentará una larga lista de retos en su intento por derrotar a Hillary Clinton en noviembre. El más inmediato es su impopularidad con el universo más amplio de votantes, muy distinto al electorado republicano que le otorgó la candidatura. Trump logró consolidar sus aspiraciones gracias a aproximadamente 11 millones de votantes indignados por una larga lista de agravios, algunos legítimos y comprensibles y otros fabricados por el propio Partido Republicano y medios de comunicación afines en estos ocho años de histeria anti-Obama. El problema para Trump es que la sociedad estadounidense no necesariamente comparte la ira de los votantes republicanos ni su entusiasmo por Trump. 60% de los estadounidenses tiene una mala opinión del candidato republicano. Son “negativos” inéditos.

La impopularidad de Trump es aún peor con grupos específicos. Al menos siete de cada diez hispanos lo reprueban. Sus números con las mujeres son similares y entre los afroamericanos son todavía peores. No se trata de cifras anecdóticas. Si el déficit de aceptación de Trump se traduce en votos para su rival en noviembre, el candidato republicano simplemente no tendrá camino alguno para alcanzar la Casa Blanca. Es un asunto de aritmética básica. Trump ha insinuado una y otra vez que su meta será cortejar casi exclusivamente el voto de los hombres blancos. Para su desgracia, ese sector demográfico ha ido disminuyendo con el tiempo en Estados Unidos. Trump tendría que conseguir arriba de 70% del voto entre los hombres blancos, algo no visto desde 1984 en la reelección de Ronald Reagan. Parece casi imposible.

La dificultades para Trump aumentan al analizar el mapa electoral rumbo a noviembre. El sistema de votación estadounidense se define no por el total del sufragio popular, sino por la distribución de un número determinado de votos, por estado, en un colegio electoral. Varias de las entidades que aportan un mayor número de votos en dicho esquema favorecen generalmente a los demócratas. Es el caso, por ejemplo, de Nueva York y California (Texas, en cambio, ha votado republicano desde 1976). La suma de los estados que votarán tradicionalmente por uno u otro partido arroja una clara ventaja, de entrada, para Hillary Clinton (se necesitan 270 votos electorales para ganar y Clinton parte con al menos 217 casi seguros). Trump necesitaría ganar estados como Nevada, Colorado y Florida para equilibrar la balanza. El problema, por supuesto, es que los tres estados tienen un alto porcentaje de votantes hispanos, a los que Trump ha estado pisoteando. Otra posibilidad es arrasar en la zona industrial del norte-noreste y ganar Ohio y Pensilvania. Ambos caminos se ven complicados.

Así comienza la carrera presidencial en Estados Unidos y Donald Trump lleva las de perder. Eso no implica, sin embargo, que su derrota esté asegurada. El camino es largo hasta noviembre y las incógnitas son muchas. Trump ha demostrado ser un maestro del instinto populista. Derrotó a 16 políticos profesionales, repletos de asesores, redactores de discursos, focus groups y teleprompters. Trump se los comió a todos, y lo hizo prácticamente solo. Trump entiende como muy pocos la política en la era de la televisión. Es un showman para una época embobada con las redes sociales y los videos virales. Y luego está aquello que Donald Rumsfeld, el polémico secretario de Defensa de George W. Bush, llamó los “desconocidos-desconocidos”; todo lo que nos depara el destino sin que lo sepamos. La imprevisible realidad favoreció a Trump durante varios momentos de la campaña, justificando su enloquecida visión del mundo. Ocurrió con París, San Bernardino y hasta con la muerte de una chica en San Francisco a manos de un indocumentado que había sido deportado cinco veces. Si el caprichoso porvenir decide inclinarse por Trump, todo puede pasar. ¿Qué impacto tendría en la elección un atentado terrorista, por ejemplo? Esperemos no saberlo nunca, pero la posibilidad, como el propio Trump, existe. Más vale tenerlo muy claro.

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