Un par de días después del ataque en el concierto de Ariana Grande me reuní con Ashley, un amigo mío que nació y creció en Manchester. Más joven que yo, ha vivido en Los Ángeles desde hace un lustro. Recordé que alguna vez me había confesado que una de las razones por las que decidió emigrar a Estados Unidos a principios de la década fue la creciente tensión étnica y racial con la que había crecido en Oldham, uno de los barrios bravos de la gran ciudad industrial del norte inglés, de ahí que quisiera conocer su opinión de la atrocidad cometida por Salman Abedi.

En el 2001, Oldham, al noreste de Manchester, sufrió disturbios causados por enfrentamientos entre la comunidad musulmana —originaria sobretodo del sureste asiático— y otros grupos locales. Ashley recuerda que, siendo adolescente, los chicos musulmanes de su edad le resultaban impenetrables: vestían ropa occidental, pero parecían poco interesados en integrarse al resto, encontrar un trabajo o educarse. Había, dice Ashley, una hostilidad palpable: se acordaba de incontables peleas contra grupos de chicos de origen paquistaní. Antes de continuar debo aclarar que mi amigo no es ni un radical de derecha ni un racista. Es, al contrario, un tipo suave y tolerante, de naturaleza progresista, libre de cualquier tendencia hacia el prejuicio vulgar. Lo suyo es la crónica personal de uno de los grandes retos de algunas sociedades, comenzando por la inglesa: ¿cómo conseguir la integración —o al menos la estabilidad dentro de un pacto social compartido— de una comunidad inmigrante que, en los recuerdos de Ashley, se aísla y agrede? En la infancia y adolescencia, Ashley dice haber visto familias musulmanas distanciándose del resto de la sociedad inglesa en la cotidianidad, pero aprovechando sus recursos de asistencia social. A los ojos de Ashley, muchos de sus vecinos en Oldham crecieron resintiendo los usos y costumbres de un país liberal y al mismo tiempo “exprimiendo” el sistema educativo y de salud del país que les abrió las puertas (los Abedi, la familia del terrorista del concierto de Grande, llegaron de Libia).

A Ashley no le sorprendió lo ocurrido después del concierto. Era, me dijo, la versión más brutal del resentimiento y agresión que él mismo había experimentado de chico. La agresión contra los jóvenes (y sobre todos las jóvenes) fanáticas de la sensual, moderna y occidentalísima señorita Grande le pareció la expresión perfecta de esa animadversión que está (y esto ya no lo dijo Ashley) en el origen mismo de la ideología islamista (basta leer a Sayyid Qutb, padre de la lectura radical del papel del Islam en el mundo moderno). “Nos usan y nos odian al mismo tiempo”, remató Ashley.

Los ataques de Londres el fin de semana han llevado al extremo un problema impostergable para la sociedad inglesa. En el centro de la discusión está el debate que subraya matices entre integración y asimilación o, para otros, entre multiculturalismo y ciudadanía. ¿Hasta dónde puede llegar la patria adoptiva para persuadir a comunidades a adoptar costumbres que les son ajenas, a veces radicalmente? ¿Tiene derecho a hacerlo? No hay respuesta fácil. Algunos estudios, sin embargo, revelan que el camino comienza no con los valores sino con la educación y las oportunidades laborales. Un estudio de 2015 realizado por el Consejo Británico Musulmán reveló que el desempleo entre los 2.7 millones de musulmanes en Gran Bretaña era más del doble que el del resto de la población (el problema era —y sigue siendo— particularmente agudo entre las mujeres). Solo 20% de los musulmanes decía estar ocupado de tiempo completo, comparado con 35% del resto de los ingleses. El estudio encontró avances en la educación de la población musulmana, pero reveló datos preocupantes sobre los índices de pobreza e indigencia en la comunidad: 46% de los musulmanes vive en los distritos de mayor marginación del país. Quizá el dato más preocupante sea la edad de los musulmanes en Inglaterra: 33% son menores de 15 años. La combinación de una población joven, desempleada y creciendo en contexto de pobreza implica un reto mayúsculo para la sociedad inglesa. El ataque en las calles de Londres o en Manchester, en la arena que mi amigo Ashley visitaba plácidamente de chico, no surgieron de la nada. Desenmarañar las causas, encontrar soluciones y responder con inteligencia a las provocaciones despreciables de los extremistas definirá, qué duda cabe, el siglo XXI.

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