La semana anterior será recordada por la invitación que el gobierno mexicano extendió a Donald Trump para visitar a Enrique Peña Nieto en Los Pinos, peregrina idea que tuvo el mérito considerable de confundir a toda la opinión pública mundial, sin excepción. Es una pena que así sea, no solo por las consecuencias de la visita sino porque la presencia del candidato republicano le restó importancia al encuentro del presidente Peña Nieto con un grupo de jóvenes en Palacio Nacional. La charla, pensada en un formato de town hall o asamblea comunitaria, fue mucho más relevante de lo que se piensa, no tanto por su contenido (predecible y rígido) sino por el diagnóstico que ofrece sobre nuestras carencias a la hora de debatir, lagunas que urge corregir antes de que comience la carrera presidencial del 2018.

Antes que otra cosa hay reconocer la apertura del presidente a enfrentar, como haya sido, un par de horas de preguntas. Si Peña Nieto se hubiera sometido a intercambios como este desde el principio mismo de su mandato, su presidencia habría tenido un mejor destino. El diálogo siempre contribuye a la construcción democrática, así sea artificial, almidonado o tedioso. Aun así, el encuentro presidencial con los jóvenes tuvo más defectos que virtudes. Los organizadores debieron sugerir a los presentes que se abstuvieran de aplaudir. Un foro de esta naturaleza no es un mitin político: los participantes en tribuna no están ahí para ensalzar a quien debate. Peña Nieto tendría que haber sido más breve y puntual, además de evitar dar instrucciones o sugerencias al moderador, un Ezra Shabot serio y eficaz, como siempre. El papel del protagonista no es guiar al periodista que conduce. Es más: entre periodista y político debe haber solo cordialidad. Es una relación de antagonismo por naturaleza, no de causa común. Pero por encima de todo lo anterior, presidencia debió delegar por completo y con toda claridad el proceso de selección de los jóvenes (y el moderador) a un grupo independiente y transparente. Nada resta validez a un ejercicio así como la percepción de parcialidad, de trampa.

De ahí, la gran lección del foro del 4o Informe del gobierno peñanietista. En México urge dar forma un organismo que equivalga a la comisión independiente para debates presidenciales en Estados Unidos, que está integrada por un consejo de notables de prestigio e independencia inapelables: académicos, empresarios, periodistas y políticos retirados, todos eminentes y respetados. Los veteranos políticos Mike McCurry y Frank Fahrenkopf, uno demócrata y el otro republicano, presiden la comisión, que fue establecida hace cas tres décadas y ha organizado los debates presidenciales en Estados Unidos en cada elección desde la de 1988. No recibe fondos públicos de ningún tipo. Su única misión es producir debates justos, informativos e imparciales, vistos por la mayor cantidad de gente para beneficio de la democracia estadounidense. Todo el proceso es minucioso hasta la obsesión. La selección de los moderadores de los tres debates presidenciales y el encuentro entre los aspirantes a la vicepresidencia obliga a la comisión a encontrar periodistas que tengan no solo conocimiento y carácter sino un historial de absoluta imparcialidad para con los contendientes. Hallarlos en 2016, por ejemplo, fue una pesadilla: ningún periodista ni remotamente parcial en contra o a favor de Donald Trump pudo ser considerado (y con toda razón: ¿por qué habría Trump de aceptar la participación de alguien que lo ha descalificado con anterioridad?). Después de meses de búsqueda, la comisión reveló el viernes los nombres de los moderadores para los debates de septiembre y octubre, todos ellos periodistas de altura y trayectoria intachable. De todos se esperará el oficio punzante e implacable propio de periodistas, no meros croupiers de la palabra. El resultado del trabajo de la comisión es enormemente valioso para la democracia de Estados Unidos: los debates son respetados y seguidos por millones; nadie jamás cuestionaría su probidad.

Es imposible exagerar a qué grado necesitamos algo así en México rumbo al 2018. La formación de una comisión independiente para la organización de debates presidenciales debe ser una prioridad absoluta no para los partidos o el gobierno sino para la sociedad civil mexicana. Maneras sobran. Un comité de empresarios mexicanos podría convocar a las universidades del país para reclutar a un grupo de mexicanos eminentes que encabezarían, a la usanza estadounidense, nuestra comisión. Políticos de larga trayectoria sobran en los partidos. Los candidatos de 1994 (Cuauhtémoc Cárdenas, Diego Fernández de Cevallos y Ernesto Zedillo), podrían, por ejemplo, jugar el papel de McCurry y Fahrenkopf. El consejo debería incluir a empresarios, periodistas y académicos de distintos orígenes, garantizando equilibrio e independencia. La sede de los debates, los moderadores y los formatos serían prerrogativa exclusiva de la comisión. Dichas decisiones serían inapelables. Como ocurre en Estados Unidos, los candidatos no estarían legalmente sujetos a presentarse a los debates, pero su participación se convertiría rápidamente en una necesidad estratégica ineludible, además de una obligación moral.

Los debates presidenciales son parte fundamental de la democracia moderna. México no puede darse el lujo de atravesar otro ciclo presidencial en pañales, con moderadores que solo reparten la palabra, reglas que entorpecen el intercambio y la confrontación de ideas, formatos paupérrimos y aburridos; encuentros solo recordados por el desfile de edecanes curvilíneas. Lo nuestro debe ser la madurez democrática. Es ahora o nunca. ¡#DebatesPresidencialesYa! 

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