Miente quien diga que sabe a ciencia cierta lo que va a ocurrir dentro de la arena Quicken Loans de Cleveland durante la Convención del Partido Republicano o, más importante aún, en las calles de la ciudad. Escribo esta columna desde el aire, rodeado de colegas californianos de prensa y televisión. Alguien junto a mí propone apostar si Trump finalmente será el candidato. Un reportero de una televisora me muestra imágenes de chalecos antibalas y máscaras de gas que, dice, la empresa lleva consigo para proteger a sus periodistas. El camarógrafo que me acompaña me advierte que en Ohio está permitido caminar por la calle portando armas de grueso calibre, el famoso open carry que tanto dolor ha causado en los días desde el atentado de Dallas. Lo cierto, pues, es que ninguno de nosotros sabe qué es lo que va a encontrar a partir del lunes en Cleveland, una ciudad, por cierto, que debe su fortaleza social y económica a una diversa y vibrante comunidad inmigrante. Dentro de una semana quizá estaremos contando la historia de una asamblea de partido como tantas otras, un acto de coreografía perfectamente orquestada, más show que sustancia. O tal vez estaremos haciendo el recuento de la historia de un nuevo choque entre las hordas nativistas de Trump y aquellos que, con furia casi equivalente, los repudian. Todo, absolutamente todo puede pasar.

Lo único cierto es que Donald Trump necesita que la reunión del partido que ha tomado por asalto en este 2016 sea un éxito rotundo. No será una tarea fácil. Esta convención no se parece a ninguna otra. Las grandes asambleas de los partidos políticos estadounidenses generalmente reúnen a la crema y nata del partido, el famoso who’s who de republicanos y demócratas: celebridades, funcionarios, candidatos, viejas glorias y promesas. La carrera de Barack Obama, por ejemplo, comenzó hace 12 años en Boston, cuando la campaña de John Kerry, entonces candidato del partido, lo eligió para dar el keynote speech, el discurso magistral de la semana. Obama, que en aquel entonces aspiraba a convertirse en senador por Illinois, se llevó la convención. Ocho años después sería presidente de Estados Unidos.

Esa es la importancia y la dinámica de todas las convenciones. Pienso en el 2012, cuando la lista de oradores para la reunión republicana incluía a gobernadores, congresistas, antiguos candidatos presidenciales y funcionarios del más alto nivel, promesas del partido y hasta Clint Eastwood. Estuvo, literalmente, todo el mundo. El único que faltó fue George W. Bush, y su ausencia se debió a un cálculo político (su redención pública no había cuajado aún). Cuatro años después, las cosas son muy diferentes. Bush volverá a ausentarse, pero esta vez como un evidente acto de repudio al candidato de su partido. En Cleveland, la división entre los republicanos ha sido tan grave que Trump no ha logrado convocar prácticamente a nadie de la jerarquía republicana. De los 16 candidatos que compitieron con Trump, sólo Ben Carson y Ted Cruz (a regañadientes) han decidido participar. Con la excepción de dos o tres gobernadores y dos o tres legisladores, casi ningún miembro del primer
círculo republicano se parará en el escenario en Cleveland. Eso sí: Trump le ha dado espacio a cuatro de sus hijos y a su esposa, además de una golfista profesional (famosa por guapa, no por su talento con los bastones) , un par de actores famosos en los ochenta y una ex actriz que ahora —lo juro— tiene una granja de aguacates.

Nadie sabe qué resultará de esta mezcla extrañísima. Pero, antes de ceder a la fácil tentación de la burla, hay que tener dos cosas claras. Lo primero es que muy poca gente tiene el instinto televisivo de Trump. Su olfato para la frivolidad que consume el gran público es extraordinario y, en buena medida, explica su ascenso. Desechar el impacto que puede tener este circo organizado por Trump, por más repugnante y vacío que nos parezca, es un error. Lo segundo que no hay que olvidar del circo de Cleveland es que, detrás del confeti y el oropel, está el primer candidato abiertamente nativista de la historia de los grandes partidos políticos estadounidenses. Muchos de los invitados de Trump usarán el escenario en Cleveland —la mismísima convención republicana, por donde han desfilado los grandes políticos conservadores de la historia moderna del país— para incendiar los ánimos contra las minorías, repudiar los derechos de los homosexuales y la equidad de género, amenazar con guerras comerciales y, quizá, arengar vorazmente rumbo a otras guerras, mucho más terribles. Eso verá Cleveland esta semana: el Estados Unidos más furioso e irracional. Es el Estados Unidos de Trump. Esperemos que el circo levante sus carpas sin dejar tras de sí demasiado odio.

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