Celebrar las virtudes de la democracia no impide lamentar sus consecuencias. Con el paso de los días ha quedado claro que, a pesar de ser un ejercicio democrático inapelable, las secuelas de la salida del Reino Unido de la Unión Europea serán vastas y graves. De la larga lista de conclusiones dolorosas para los británicos, quizá la más lamentable sea la notable fractura generacional que concluyó en el Brexit. Guiados por una mezcla de resentimiento económico y prejuicio xenófobo, los votantes de mayor edad condenaron a sus hijos y nietos a una vida de fronteras y aranceles en un mundo que, para bien o para mal, comenzó a dejar ambos conceptos atrás hace tiempo. La nostalgia por una Gran Bretaña que no volverá jamás terminará por imponer un altísimo costo a los más jóvenes, que perderán no sólo oportunidades de desarrollo personal y profesional, sino también un valor absolutamente clave: libertad. Difícil imaginar una traición mayor.

Para el resto de nosotros, el sorpresivo voto del jueves pasado también deja lecciones valiosas y urgentes. Quizá la más interesante sea la reflexión sobre la manera en que los electorados contemporáneos deciden su intención de voto. Parece una obviedad decir que los electores no siempre se guían por la razón a la hora de votar. El votante racional es, en efecto, un mito. Pero incluso la irracionalidad tiene matices. No es lo mismo votar desde la ira o la indignación que hacerlo desde la ignorancia o la mentira. Un electorado indignado ofrece lecciones y lecturas que pueden, si se les estudia y se les asume con sensatez, derivar en una mejor sociedad. Un electorado ignorante que se deja manipular por la mentira y el temor irracional no ofrece otra cosa más que la erosión de la sociedad a la que pretende encarnar. Eso parece haber ocurrido, a un grado alarmante, la semana pasada.

Prácticamente todos los actores que dan forma a la opinión pública en el Reino Unido abonaron a un clima de ignorancia y miedo. Los políticos en ambos lados traficaron en medias verdades, dejando de lado la persuasión racional y fundamentada. La campaña que impulsó la salida del Reino Unido de la Unión Europea es particularmente culpable de este pecado. No sólo atizó el fuego de la xenofobia, sino que prometió soluciones mágicas a los complejísimos problemas del país. Una porción de los medios de comunicación contribuyó también, actuando como una voraz máquina amarilla, más interesada en vender ejemplares o generar rating, que en la construcción de un mejor futuro. Habrá quien diga que no es obligación de la prensa construir futuros dignos, pero el cinismo tiene límites. El “periodismo” rapaz, mentiroso y populista (del que no se libra ninguno de nuestros países) es un peligro enorme, sobre todo en el caldo de cultivo de lo irracional.

Tampoco las redes sociales se salvan en el desastre del Brexit. Por supuesto, es verdad que el debate democrático y libre que generan es digno de celebración (y protección), pero también es hora de preguntarse qué tipo de democracia ayudan a construir. ¿En qué momento el gran coro ahoga la capacidad de reflexión para, en cambio, reducir cuestiones de enorme gravedad a un soundbite, un meme, un gif, un chistorete? Más allá de volvernos mejores comunicadores, vale preguntar si las redes sociales nos están convirtiendo en mejores ciudadanos, o al menos mejores electores. Hay duda legítima al respecto, cuando pensamos en las decisiones que marcarán nuestra vida y la de las generaciones que nos siguen, no en Twitter y Facebook, sino en la línea del tiempo de la humanidad.

A nadie conviene el triunfo de una democracia postfactual, donde lo que importa no son los hechos y los datos duros, sino los sentimientos, las pasiones, las opiniones sin fundamento y, mucho peor, el desmadre por el desmadre mismo. No saber por qué se vota o contra qué se vota equivale a dar una cachetada a oscuras. La travesura pertenece al mundo de la infancia. No hay manera de que la democracia-berrinche termine bien, mucho menos en un mundo como el nuestro, cuyos retos exigen exactamente lo opuesto. Lo que está en juego —sin hipérbole— es el destino de la civilización.

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