Me enorgullece compartirles, queridos lectores de EL UNIVERSAL, que por estos días se publica mi nuevo libro. Lleva por nombre La Mesa. Historias de nuestra gente y nace de una premisa aparentemente simple que propuse, por allá del 2013, al director de noticias de Univisión en Los Ángeles. La idea era llevar una mesa plegable, de plástico, informal, y montarla en algún sitio de la ciudad. Junto a la mesa, un par de sillas igual de improvisadas y sencillas. Sobre la mesa, dos micrófonos. De pie, a una sana distancia para no romper la intimidad del intercambio, dos camarógrafos. La única intención, recoger las historias de vida de quien se animara a sentarse frente a mí.

La primera vez que sacamos la mesa a pasear fuimos a dar a la muy tradicional Placita Olvera en el corazón del centro de Los Ángeles. Me senté a la sombra de un árbol de fronda espléndida e invité a mis primeros entrevistados. Tal y como esperaba, las voces se encontraron con absoluta naturalidad. Así conocí a Pablo, de Mascota, Jalisco. Un hombre de ojos verdes y mirada candorosa que me contó cuántas ganas tenía de ser ciudadano estadounidense al mismo tiempo que lamentaba haberse perdido el funeral de su madre. En Santa Ana encontré a Ernestina León, heroína guatemalteca que sacó adelante a sus hijos a pesar de una tragedia personal tan súbita como devastadora. En San Fernando me topé con Concepción, que sobrevivió a un padre alcohólico y un crimen casi bíblico. En la Plaza México de Lynwood a Idilio, cubano alegre que ha tenido que aprender a vivir sin el amor de su vida. En Huntington Park escuché a Nélida y sus dos minúsculas gemelas, que nacieron prematuras pero invencibles. En el centro de Los Ángeles conocí a Isaac, vestido de pies a cabeza de los Dodgers, hombre de sonrisa franca y sobreviviente de polio. En Boyle Heights encontré a un trompetista maravilloso apodado El Molka, que me platicó de su hijo, al que llama “el último suspiro”. En el mercado La Paloma hallé a don Manuel, un hombre de 84 años, de risa contagiosa y una vida marcada por la nostalgia. Las historias de todos ellos están en el libro.

¿Qué espero que descubra el lector de La Mesa? Algo parecido a lo que, poco a poco, a lo largo de meses de conversación, encontré yo. Todas estas vidas tienen hilos en común, dramas que se refrendan, anhelos compartidos, motivos similares. Duele, por ejemplo, la repetición de la pobreza original. La enorme mayoría de estas historias no parten de la búsqueda del célebre sueño americano sino de la supervivencia elemental: escapar de la precariedad más absoluta para encontrar, primero, un trabajo para alimentar a los hijos, los hermanos y hasta los padres. En ese sentido, el libro cuenta también la historia del fracaso de nuestros países, que no lograron darle a estas personas (y, como ellos, a millones y millones más) la esperanza de una vida digna.

De la mano de la escasez está el anhelo de un país próspero en el que todo es posible. El lector encontrará aquí la disección del magnetismo aspiracional de Estados Unidos. La dinámica se repite: los que se van regresan vestidos con ropa y zapatos nuevos, con autos del año, con historias de dinero, trabajo y puertas abiertas. Los que se quedan los miran asombrados, ansiosos por ir a encontrar su oportunidad de progreso. No importa que, a veces, todo sea un espejismo. Lo que cuenta es la ilusión de una tierra distinta, donde la reinvención está al alcance de la mano. Después se da un milagro recurrente: a pesar de las inevitables dificultades, de las restricciones legales y de la persecución punitiva, muchos de estos migrantes logran, a su manera, alcanzar ese improbable sueño de un mejor destino. A muchos les habrá costado sangre, ausencia y años de nostalgia, pero al final habrán echado raíces en tierra nueva. Una auténtica odisea moderna.

Por desgracia, el lector también se topará con dinámicas sociales dolorosas. En muchas de estas historias hace falta la figura paterna. A veces el padre se ha ido con otra, algunas más se perdió en el alcohol o se ha dejado devorar por la violencia. El caso es que no está y ese vacío es, también, ineludible. Pero no por evidente es definitivo. Del otro lado de la moneda familiar está siempre —y aquí sí puedo decir siempre— la figura titánica de las madres hispanas. Sobran aquí ejemplos de mujeres que, contra viento, marea y angustiosa soledad, pelearon por salvar a sus hijos de un destino triste, a veces fatal. Los detalles de esas batallas femeninas son muchas veces abrumadores. ¿Cómo hace una madre para dejar a sus hijos atrás, por años, a veces por décadas? ¿Cómo hace para que el corazón no se le empequeñezca? La respuesta es un misterio, pero intuyo que todo comienza y termina con el afán más básico imaginable: la lucha constante por darle a los hijos una vida mejor a la que uno ha tenido. Ese sueño está detrás de todas las migraciones en la historia de la humanidad y es también lo que alienta a estos hombres y mujeres formidables que un buen día decidieron dejar la tierra de sus padres, abuelos y bisabuelos para buscar un nuevo horizonte. Un lugar donde la vida fuera posible, fuera mejor. Un lugar donde la vida fuera más que sobrevivir. Donde la vida fuera… vida.

En La Mesa están sus historias. Es un privilegio compartirlas ahora.

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