El crecimiento de Bernie Sanders, el veterano senador del pequeño estado de Vermont que ha puesto en aprietos la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia de Estados Unidos, ha dado pie a un debate sociológico revelador, incluso para México.

Conocí a Sanders a mediados del año pasado en Las Vegas durante la conferencia anual de NALEO, una de las organizaciones hispanas más importantes de Estados Unidos. Para entonces, su candidatura parecía un asunto anecdótico. La diferencia de Sanders con Clinton en las encuestas nacionales era, entonces, de casi 50 puntos. En New Hampshire, el margen era de 27. Al escucharlo en Las Vegas, dudé que incluso el propio Sanders imaginara que su agenda, que él mismo define como “socialismo democrático”, tuviera mayores posibilidades de doblegar la maquinaria clintoniana.

Como acostumbra, la historia le tenía reservada una sorpresa a los escépticos, y quizá hasta al propio Sanders.

Hoy, Sanders está a punto de arrasar en New Hampshire. Y aunque la diferencia con Hillary Clinton en los sondeos nacionales es de 14 puntos y una derrota suya es todavía improbable, la candidatura de Sanders ha sido todo menos testimonial.

Todo se debe al más inesperado de los demográficos: los votantes más jóvenes del Partido Demócrata.

La delantera de Sanders entre los jóvenes es asombrosa. En Iowa superó por setenta puntos (¡!) a Hillary Clinton con los menores de 30 años de edad, los llamados “milenio”. En las últimas encuestas para la elección de New Hampshire, el margen de Sanders con los mismos votantes es de 50 puntos. ¿Quiere usted un dato aún más notable? Las mujeres jóvenes, que en teoría deberían respaldar a Hillary Clinton, le han dado la espalda a quien podría ser la primera mujer en llegar a la presidencia de Estados Unidos: en New Hampshire, la ventaja de Sanders con ese grupo es de 29 puntos.

El asunto ha llegado a tal grado que la prensa estadounidense ha comenzado a hablar de una supuesta “revolución Sanders” para explicar el comportamiento y entusiasmo de estos jóvenes, atraídos por un hombre que insiste en que el sistema económico estadounidense está “amañado”, los políticos en el bolsillo de intereses ajenos al bien común y los bancos
entidades omnipotentes que necesitan fragmentarse.

El problema, por lo demás, es que las propuestas de Sanders —varias de ellas sensibles y hasta deseables— no tienen posibilidad alguna de realizarse, y mucho menos en el clima político del Washington de hoy. Las ideas de Sanders están muy a la izquierda de Clinton e incluso de Obama, que de por sí ha tenido problemas mayúsculos para operar en un contexto de enorme sectarismo legislativo. Así es que, incluso si se diera, una presidencia de Bernie Sanders derivaría en una polarización mayor y, en muchos sentidos, más peligrosa.

Por si eso fuera poco, los simpatizantes de Bernie Sanders parecen dejar de lado la consecuencia más peligrosa de su hipotética nominación: la candidatura de Sanders podría hacer más sencillo el camino para el aspirante republicano, sobre todo si el elegido es Marco Rubio. En suma, los jóvenes idealistas que hoy simpatizan con Sanders podrían, en el fondo, terminar favoreciendo al partido que, ese sí, está en contra de toda la agenda que tanto atrae a los “milenio”.

Y de ahí el dilema para los jóvenes, en Estados Unidos y más allá: ¿cómo canalizar, en un proceso electoral, su indignación? Para la respuesta, recurro al mejor texto escrito hasta ahora sobre el tema, de la (joven) periodista de The New Yorker, Alexandra Schwartz (quien, por cierto, recibió una andanada de agresiones y descalificaciones de sus jóvenes lectores, tan acostumbrados ellos al disenso civilizado). Dice Schwartz que el atractivo de Sanders se explica desde “la pureza política”, un concepto “útil en campaña pero completamente inútil a la hora de gobernar”. Schwartz entiende el atractivo de la pureza como “un privilegio de la juventud, cuando la emoción de la teoría aún no ha dado paso a la decepción de la práctica”. En el fondo, sugiere Schwartz, los votantes jóvenes están recompensando la pureza de Sanders y castigan a Clinton, entre otras cosas, por ejercer el compromiso político, acto que interpretan como síntoma de corrupción moral inmediata. Quieren, en suma, un presidente impoluto, que defienda la pureza de sus principios antes que ensuciarse las manos en ese arte de lo posible que es la política. Se resisten, en suma, a aceptar la inevitable frustración de la edad adulta. Y eso suena muy bonito como eslogan de camiseta o poesía azotada, pero es poco recomendable a la hora de calcular los riesgos —reales como pocos— de gobernar.

Ahí está la lección para quien la quiera tomar.

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