Donald Trump está muy cerca de ganar la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos. Si mañana, en el célebre “Súper martes", consigue el triunfo en por lo menos ocho o nueve de los once estados en disputa, y luego, dentro de unos días, gana en Florida, probablemente cerrará la puerta a Marco rubio y Ted Cruz. Sí: el partido republicano todavía podría recurrir a maniobras arcaicas para, durante su convención del verano, negarle a Trump la nominación. Pero ese remedio sería, quizá, peor que la enfermedad: en la era de las redes sociales, una suerte de golpe de estado dentro del partido sería suicida. Por eso, lo cierto es que, si nada cambia en el próximo par de semanas, Donald Trump muy probablemente será el candidato del partido conservador a la Casa Blanca. De ser así, Estados Unidos enfrentará, en pleno año 2016, la temible posibilidad de que un hombre abiertamente racista, xenófobo y beligerante pueda convertirse en su presidente. Da miedo - y duele- de solo escribirlo.

La pregunta que ha comenzado a hacerse el partido republicano y sus analistas afines es cómo fue que Trump llegó hasta donde está. La respuesta obvia es que tanto sus rivales como el propio partido, los estrategas y los intelectuales conservadores, todos dejaron crecer a Trump y solo intentaron tirarlo cuando ya era, tal vez, demasiado tarde.

Es una lección política sin precedentes en Estados Unidos. La maquinaria política estadounidense - y la manera como opera la opinión pública- está perfectamente diseñada para derribar figuras incómodas, ya sean justificadamente indeseables como Trump o políticamente inconvenientes, como tantos otros que, tras ser declarados indeseables por la jerarquía de sus partidos, enfrentaron la furia del sofisticado sistema de descrédito público disponible en Estados Unidos (véase Mccain, John vs Bush, George. Carolina del Sur. 2000).

Estados Unidos tiene, por ejemplo y a diferencia de México, leyes electorales de una holgura asombrosa, que permiten la creación de campañas negativas cuya virulencia y efectividad es capaz de desgastar el apoyo a un candidato en cuestión de días. Trump ha enfrentado, desde el principio del proceso, muy pocas campañas de desprestigio. A pesar de los varios flancos que ofrece la vida pública y privada de Trump, casi nadie se atrevió a tocarlo. Lo mismo ocurrió en los debates, durante los que Trump gozó de una impunidad casi risible. La única excepción, claro, fue el último encuentro, en el que Rubio y Cruz finalmente salieron con la espada desenvainada, solo para encontrarse con que era, previsiblemente, demasiado tarde ya.

¿Por qué no abrieron los ojos antes y se dieron cuenta de la amenaza que implicaba Trump? La respuesta inmediata es que los republicanos (y medio mundo más) pensaron que Trump sería un fenómeno pasajero que caería por su propio peso. Creyeron que en algún momento Trump diría una salvajada tan enorme que los votantes que lo apoyan terminarían por darle  la espalda horrorizados. No calcularon dos factores: el poder de la demagogia populista de Trump y, de manera crucial, la cultura de la celebridad que lo creó y lo rodea. La vulgaridad no le ha pasado factura a Trump porque la gente lo ha visto ser vulgar, violento y agresivo durante más de una década en televisión nacional. ¿Por qué habría de sorprender que Trump sea el que siempre ha sido? Su persona pública estaba definida desde mucho tiempo antes de comenzada la elección. Su incontinencia verbal y su grosería no son pasivos políticos en el clima actual. Todo lo contrario.

Pero lo que realmente ayudó a Trump a consolidarse fue la falta de actores públicos que lo sometieran a una cotidiana rendición de cuentas. Y ahí, el periodismo ha (mayormente) fallado. Con algunas excepciones, Trump no ha enfrentado  escrutinio periodístico suficiente. En parte se debe a la habilidad del propio Trump, que ha sabido marginar o intimidar a quienes pudieran cuestionarlo, pero en parte también se debe a lo fácil que resulta la frivolidad: reírse del "payaso" antes que analizar y condenar al autoritario populista en ciernes, más fácil invitarlo para subir los ratings que ponerlo bajo el microscopio de la historia del nativismo estadounidense.

También tienen culpa todos aquellos a los que Trump ha insultado con absoluta  libertad. Y ahí, la historia tendrá que reservarle un capítulo ignominioso al gobierno mexicano. México y los mexicanos hemos sido el blanco favorito de Trump desde el día mismo en que lanzó su campaña y llamó "violadores y narcotraficantes" a los paisanos migrantes. Desde entonces, en cada mitin que celebra, Trump echa leña al fuego del prejuicio anti-mexicano asegurando que nuestro país pagará el muro ",grande, hermoso" que planea construir. Ha también amenazado con imponer aranceles enloquecidos a los bienes mexicanos, renegociar el TLCAN, además de implementar una política de deportación que destrozaría la vida de 5 millones de mexicanos (y muchos más si contamos a sus familiares). Esta andanada repugnante ha durado ya ocho meses. Hasta hace unas semanas, la Canciller mexicana declaraba, en una entrevista con todo y fotos sonrientes, que Trump no le quitaba el sueño. el fin de semana finalmente, después de más de 30 semanas de ambigüedades y declaraciones sin filo alguno, Ruiz Massieu calificó a Trump de ignorante y racista. Lo hizo, uno supone, presionada por las circunstancias y los expresidente que andan repartiendo peladeces en medios estadounidenses (como si la vulgaridad histérica se combatiera con vulgaridad histérica). Está por ver si la oficina del presidente Peña Nieto adopta también el mismo tono de su canciller. Por lo pronto, como narro en un artículo publicado el domingo en el sitio de la revista The New Yorker, el vocero presidencial me envió una declaración –redactada  básicamente al mismo tiempo en que Ruiz Massieu se entrevistaba al Washington Post- en términos muy distintos a lo dicho por la canciller: una enumeración de antiguas declaraciones que concluía con el suave deseo de que el siguiente presidente estadounidense comprendiera la profundidad de la relación bilateral y construyera puentes antes que muros. Otro funcionario del gobierno me aseguró que atacar a Trump sería hacerle el juego, además de ser contraproducente e inútil. Habrá que esperar para ver cuál de estos dos discursos divergentes se vuelve la narrativa oficial de México frente a Trump.

En todo caso, y aunque de pronto el gobierno decida despertar de su sueño trumpiano, lo más probable es que sea demasiado tarde, al menos para incidir en la coronación de Trump y la validación de las aspiraciones de sus millones de simpatizantes. México ha perdido la oportunidad de defender a los suyos, actuar con dignidad y, crucialmente, levantar la voz contra el fantasma del prejuicio y la discriminación. México, y todos los otros actores que se han quedado callados frente a la violencia y la burla de Trump, son cómplices del ascenso de un demente en potencia. Desde algún lugar, Chamberlain nos observa.

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