Hay algo absurdo en la obsesión mexicana con el poder. El desempeño de cualquier político se juzga no solo por los resultados obtenidos, sino por la manera como esos resultados acomodan al funcionario en la carrera por la silla. Así, por ejemplo, el periplo de Aurelio Nuño en la Secretaría de Educación Pública ha dado pie a muchos más análisis sobre el supuesto ascenso del delfín dejando de lado las consecuencias de las evaluaciones magisteriales o el futuro inmediato del patético sistema educativo en nuestro país. Lo mismo puede decirse de prácticamente todos los secretarios de Estado del gobierno peñanietista. Corren más apuestas sobre quién le va llenando el ojo al presidente que sobre cualquier asunto sustancial.

¿Y qué decir de la manía de remendar nuestras leyes electorales? La gran obsesión mexicana de los últimos veinte años no han sido leyes para gobernar mejor el país sino para elegir mejor (es un decir) a quienes deben gobernar el país. En pleno ejercicio de su narcisismo electoral, los políticos nos han heredado una cultura en la que los consejeros electorales se han vuelto una especie de filósofos de la urna: dudo mucho que haya en el mundo alguien que tire un mejor rollo sobre la teoría de la equidad, la justicia de tiempos, la supuesta importancia de la mesura en la propaganda y demás entuertos.

Algo similar ocurre con nuestra urgencia de acelerar los tiempos electorales.  A los cálculos del acomodo de la caballada ha comenzado a sumarse la aparición de encuestas que revelan, dicen, tempranísimas tendencias rumbo a una elección que está a dos años y medio de distancia. Dichos sondeos detonan, a su vez, un sinnúmero de discusiones histéricas. La más reciente es harto reveladora. De un tiempo a la fecha ha vuelto a ponerse de moda una de nuestras más entrañables tradiciones: la unción inevitable de Andrés Manuel López Obrador como futuro presidente de México. Si hacemos caso a los intérpretes de las encuestas de —insisto— otoño de 2015, López Obrador ya mantiene un liderazgo tan inalcanzable que las perspectivas de sus rivales son casi nulas.

Es una interpretación prematura e ingenua.

En el sentido más básico, los procesos electorales  se definen por una combinación de dos factores: reconocimiento y aprobación del candidato entre el electorado. Es una obviedad, pero vale la pena repetirlo: si un político es ampliamente conocido y logra hacerse de una percepción más positiva que negativa, su candidatura tendrá más posibilidades de éxito. Así, el primer requisito de una campaña electoral es presentar al candidato. Sin reconocimiento no hay candidatura: nadie vota por quien no conoce. Por consiguiente, es iluso tomar en serio cualquier medición que compare candidatos conocidos con otros prácticamente desconocidos. Eso es exactamente lo que, por enésima ocasión, está ocurriendo en México.

Basta echar un vistazo a la encuesta que publicara EL UNIVERSAL hace unos días para entender que, por ahora, la carrera rumbo a 2018 no es carrera. De la larga lista de posibles aspirantes a la Presidencia, solo Andrés Manuel López Obrador puede considerarse un candidato suficientemente conocido. Las décadas de campaña presidencial (informal o formal: es lo mismo), le han rendido frutos al líder de Morena: ¡cuenta con 96% de reconocimiento entre los electores! Todos los demás candidatos tienen un largo camino por recorrer. Incluso Margarita Zavala, primera dama de México durante seis años, alcanza apenas  60% de reconocimiento. El asunto es aún más claro con los otros aspirantes. Siete de cada diez no sabe quién es Ricardo Anaya. Sólo 12% de los encuestados puede identificar a Aurelio Nuño. ¿Luis Videgaray? Apenas 39% lo conoce. Imaginar una contienda entre el conocidísimo López Obrador y sus desconocidísimos contrincantes es, por ahora, tremendamente ocioso.

Lo interesante, me parece, es analizar cómo irán presentándose los distintos políticos. Entre los priístas, sólo el plan de Nuño queda claro: mano dura desde la SEP, apariciones constantes (y no siempre justificadas) en medios y una buena dosis de viejo populismo priísta. Apuesto que muy pronto lo veremos agregando el contraste generacional (López Obrador le lleva un cuarto de siglo a Nuño). Todo será parte de la construcción no sólo de una candidatura, sino de una persona pública. Lo mismo harán prácticamente todos los otros aspirantes, incluida Margarita Zavala. Todos, claro, salvo López Obrador, cuya misión es otra. La encuesta de EL UNIVERSAL encuentra que  62% de los encuestados ya se han formado una opinión de López Obrador. La mitad de ese porcentaje, alrededor de tres de cada diez, tiene una mala o muy mala opinión suya. Eso reduce el área de oportunidad del líder de Morena a un tercio del electorado. ¿Suficiente para 2018? Por supuesto que sí. ¿Suficiente para irle tomando medidas a la banda presidencial lopezobradorista? En lo más mínimo. Que se presenten todos los invitados a la fiesta y platicamos.

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