Hillary Clinton perdió literalmente el piso unos segundos el pasado 11 de septiembre —estuvo a punto de desvanecerse, pues— y el mundo se volvió loco con el tema. Mucho más porque está grabado.

Ella, un poco tarde, aceptó en una entrevista que tiene neumonía. Que ese día, pese a que sus médicos le recomendaron guardar reposo, decidió ir al memorial del 11 de septiembre porque se sentía emocionalmente obligada (recuerden que fue senadora por Nueva York) y ahí perdió el equilibrio. Pero que ya se siente mejor, ahora sí descansará en su casa de Chappaqua y regresará a esta montaña rusa de campaña en la que ha estado más de un año y que está ya en la recta final.

En gran parte guiados por Donald Trump y sus seguidores, la pregunta ahora es si Clinton está “preparada” para ser presidenta. No sólo por el desmayo, sino por las presuntas enfermedades que tendría y que habría negado (según ellos). Más allá de la cirugía de 2012 por un coágulo y del que se recuperó. Todo esto con un tufo un tanto misógino, la verdad.

Lo cierto es que es un gran tema el de la salud de los gobernantes. Ha sido, sigue siendo un tema al que le hace falta mucha luz, transparencia, en Estados Unidos y quizá también en México…. Ya llegaremos a los casos nacionales.

¿No es mucho pedirles a nuestros gobernantes que no se enfermen? Es hasta ilógico, si me apuran. No son súper hombres o súper mujeres, aunque insistamos (¿quizá deseamos?) verlos así.

Pero lo que aquí se cruza es, otra vez, la discriminación. En este caso por enfermedad o “condición de salud” (así tal cual prohibida en el Artículo 1º de la Constitución). Mucho más si es una enfermedad mental (que se considera una discapacidad psicosocial) que viene aparejada con un estigma fuerte y durísimo cuando son personas que pueden vivir perfectamente integrados a la sociedad con el seguimiento adecuado. (Seguro alguno de ellos nos ha gobernado en el mundo y nosotros ni enterados).

Hay una larga lista de destacados políticos que han tenido enfermedades o discapacidades que no han minado sus resultados: Theodore Roosevelt, por ejemplo, quien por secuelas de polio era usuario de silla de ruedas. Hace poco supimos del dolor que tenía frecuentemente un adorado y popular John F. Kennedy, que tuvo enfermedad de Addison, tomaba un coctel diario de medicinas y analgésicos para el día a día… pero no lo dijo en su momento.

Eso sin contar con que George Bush padre vomitó en el primer ministro japonés y luego se desmayó; que su hijo casi se ahoga con un pretzel. Y los rumores que inician con Abraham Lincoln quien habría tenido depresión. O Winston Churchill, George Pompidou. Ya ni le digo otros ejemplos más bien horribles: Stalin, Hitler, Mussolini.

En América Latina hemos tenido a presidentes y presidentas con enfermedades serias que han sobrevivido y que lo dijeron: Juan Manuel Santos (cáncer de próstata), igual que René Preval, de Haití. Dilma Rousseff, ahora ya fuera del gobierno, tuvo cáncer linfático en 2009, también diabetes. Lula da Silva tuvo cáncer de laringe. Cristina Fernández de Kirchner cáncer de tiroides. Hugo Chávez murió a raíz del suyo.

Hay literalmente cientos de ejemplos. Incluso libros como Aquellos enfermos que nos gobernaron de Pierre Accoce y Pierre Rentchnick.

A mí me da más miedo el “síndrome de Hubris” que, como bien escribió el médico y político británico David Owen (en su libro En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de gobierno en los últimos cien años) muchos políticos han padecido. Él se quedó en un estudio histórico, pero le describo a grosso modo lo que significa: un personaje que se comporta con soberbia y arrogancia, con exagerada autoconfianza que lo lleva a actuar incluso contra el sentido común.

Uy, ¡a cuántas personas les queda! ¿A poco no? A Donald Trump, para no ir más allá.

Pero en México, ¿qué Presidente se enferma? Pues quizá hasta antes de Vicente Fox, al menos públicamente, nadie. ¿No era hasta digno de admiración el funcionamiento de los riñones de Luis Echeverría porque podía estar 8 horas hablando y sin ir al baño?

Apenas ayer encontré una referencia a la migraña que sufría Adolfo López Mateos siendo presidente. Claro, se supo después. Linaloe R. Flores escribió al respecto:

—Una vez que dejó el poder, se regaron como cuentas de collar roto los datos de ese dramático cuadro. El hombre en la locura del dolor se postraba sobre su escritorio y tenía la única protección de la tiniebla. En el anecdotario se conoció que en algún momento, un amigo cercano le dijo con intención de sacarlo del escollo: “El pueblo lo adora, señor Presidente”. López Mateos contestaría: “Hay amores que matan”.

Hubo muchos rumores en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, quien sí desarrolló cáncer pero hasta 1979, cuando ya había dejado el poder.

En México, desde que existe la transparencia, la situación médica de los gobernantes ha sido tratada como datos personales y por lo tanto, protegida de escrutinio público.

Fox se operó de una hernia discal en el 2003 y hasta hubo una foto de él haciendo rehabilitación en la alberca de Los Pinos. Luego estuvo el rumor, negado incluso por transparencia, de qué medicinas tomaba y se decía que incluían un antidepresivo, Prozac.

Felipe Calderón se cayó de la bicicleta en agosto de 2008, dos días antes de su informe. Usó cabestrillo. ¿Recuerda todo el incidente cuando Carmen Aristegui osó preguntar, citando a Gerardo Fernández Noroña si tenía algún problema con el alcohol? También hubieron peticiones de información pública negadas.

A Enrique Peña Nieto le quitaron un nódulo de la tiroides en 2013; entró a quirófano otra vez en el 2015 para removerle la vesícula biliar. Han habido muchos rumores sobre una posible enfermedad suya –sobre todo por lo que se percibe como una drástica disminución de peso-- pero todo ha sido negado. Incluso ahora lo tenemos en video (en entrevista con Ana Lomelí) corriendo en su caminadora o trotando al lado de Justin Trudeau.

Para las próximas elecciones, ¿será un tema el infarto al corazón que sí tuvo Andrés Manuel López Obrador?

Hace tres años las tormentas tropicales Manuel e Ingrid azotaron el pacífico mexicano, provocando la muerte de 157 personas. Uno de los puntos más afectados fue Acapulco. Seguro recuerda que en plena verbena patria ninguna autoridad estatal dio la cara.

Estas tormentas –no me imagino qué hubiera pasado si llegaran en categoría de huracán-- sacaron a relucir una serie de anomalías autorizadas en el Puerto.

Fue tal la situación que el 27 de septiembre, el Presidente Enrique Peña Nieto solicitó a Jorge Carlos Ramírez Marín, entonces secretario de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, SEDATU, un informe para deslindar responsabilidades a funcionarios de los tres niveles de gobierno.

Todo indica que Ramírez Marín sí elaboró el informe que le solicitó su jefe, pero por alguna extraña razón no se dio a conocer. Eso no importó para que él ahora sea diputado federal.

Lo peor no es eso, sino que varias de las casas que fueron edificadas por la SEDATU, en su gestión, para los damnificados de Acapulco presentaron fallas, por lo que tendrán que ser nuevamente reconstruidas.

En Tierra Colorada, Municipio de Leonardo Bravo, siguen sin entregar obras como, por ejemplo, la Telesecundaria.

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