Tengo la impresión —y me lo confirman con frecuencia los hechos cotidianos— de que uno de los grandes problemas que confrontamos en estos tiempos inciertos es el de la desconfianza. Desconfiamos de todo (o casi) y de todos (o casi). Por lo menos desconfiamos más que antes, y quizá sea porque estamos continuamente expuestos a una cantidad de información que nos rebasa. No tenemos tiempo de sistematizarla, ni de ordenarla, ni de digerirla. Es tanta que nos abruma.

Cuando se popularizó el uso de Internet, en la última década del siglo pasado, se pensó que se iniciaba con ello una suerte de liberación que fortalecería los derechos de las personas y la vida democrática. Si la información es poder (y lo es), entonces, al ser más barata y accesible para amplios sectores, estos podrían —finalmente— incursionar en territorios de los que históricamente habían sido excluidos. Unos años después, las redes sociales reforzarían tal percepción.

Dicha narrativa, mutatis mutandis, es cierta. La experiencia personal de cada uno de nosotros puede incluso ser argumento que así lo acredite. Pero, en todo caso, no deja de ser una verdad incompleta. Hay un lado más oscuro que se gestó en paralelo durante estos mismos años. Hubo una respuesta dialéctica (deliberada en muchos casos) para manipular, controlar, distorsionar la información que circula en las redes cibernéticas. Los fines pueden variar, pueden ser económicos, políticos, sociales o personales. Pueden obedecer a estrategias mercantiles con fines de lucro, o bien tratarse de propaganda política o pertenecer simplemente a la categoría de escenas editadas, bromas de buen o mal gusto, memes, etc. Lo importante es que los contenidos no tienen censura alguna. Su impacto virtual (que puede volverse real) lo determinan con frecuencia robots por medio de algoritmos. Están dirigidos. La confusión que crean puede llegar a ser realmente caótica. Ahora sí que, como diría el vate Campoamor: “Nada es verdad ni es mentira...”

La desinformación siempre ha sido un instrumento para la intriga. Los regímenes autoritarios la usan para imponer sus verdades y logran seducir a muchos, intimidar a otros y confundir a todos los que puedan. Sembrar la desconfianza entre unos y otros es una estrategia malévola, corrosiva, viral. Es capaz de generar guerras, derribar gobiernos y destruir familias. Se trata de un enemigo ante el cual es más fácil sucumbir de lo que parece. En principio, no hay estructura social que se salve. A menos, claro, que el embate desinformativo se ataje a tiempo con una estrategia eficaz y argumentos contundentes. Pero en el fondo, el único antídoto es la confianza, la credibilidad de quien lo desmienta. Y no siempre funciona.

El Presidente de los EUA ha dicho, por ejemplo, que el cambio climático es una farsa. La Academia de Ciencias de su país —que concentra al mayor número de Premios Nobel de la historia— lo desmiente y, no obstante, unos días después, se retira de los acuerdos de París que se suscribieron, precisamente, para tratar de detener el cambio climático. Muchos estadounidenses apoyaron la decisión presidencial.

Se supone que, en una sociedad abierta, donde hay un libre mercado de las ideas, la información veraz es la que prevalece. Si alguna vez fue así, ya no es tal. Los medios de información tradicionales (con todos sus sesgos), sobre todo los más rigurosos, que eran por cierto los de mayor prestigio, cumplían en cierta forma con la función de depurar la información “objetiva”. Cierto, había de todo y también excesos. Pero hoy no hay nada en su lugar. La información fluye y cada quien decide, dicen los ultras de la liberalización informativa. Yo lo dudo. Creo que en el fondo decidimos cada vez menos, mientras que cada vez más son otros los que deciden por nosotros, aunque a veces ni cuenta nos damos. Basta revisar los patrones colectivos de consumo o, para el caso, algunas decisiones electorales sobre nuestro futuro. Ambos fenómenos comparten elementos que pueden llegar a ser irracionales. Que no haya coerción evidente al tomar una decisión, no garantiza que esta sea realmente libre.

Y ya que la información fluye libremente, ¿por qué creerle más a un hecho que a otro?, dicen los que prefieren creer en lo uno y no en lo otro. Más aún, si nos ponemos exigentes, ¿cuántos de esos hechos podemos verificar de manera personal? Es obvio que necesitamos instituciones imparciales, objetivas, pero sobre todo confiables, que nos ayuden a discernir, a distinguir por medio de la inteligencia y de la razón una cosa de la otra; qué sí es verdad y qué no lo es, aunque esta sea relativa y no siempre nos guste aceptarlo. Todos necesitamos de alguien en quien confiar, sean individuos o sean instituciones, y mejor aún: que sean de ambos tipos.

Pero ocurre que cada vez son más las instituciones que pierden credibilidad ante los ojos de una población en creciente desconfianza. Aún las instituciones tradicionalmente más confiables han perdido autoridad: las iglesias, las fuerzas armadas, las universidades. Otras están en plena decadencia: la Presidencia, el Congreso, la Corte, los Partidos Políticos, etc. Tampoco se salva el sector privado, ni siquiera la familia. Y a nivel individual, unos más y otros menos, pero todos están erosionados por la desconfianza: el sacerdote, el médico, el maestro, el policía, el periodista, el juez, etc. Claro, hay excepciones que se distinguen precisamente por serlo.

Desde luego, no puede atribuírsele de manera exclusiva a la desinformación la alta prevalencia de desconfianza que parece ser característica de nuestro tiempo. Las fuentes de la desconfianza pueden ser muchas, y eso explica también por qué esta se expresa de manera disímbola en la pluralidad individual y en la diversidad social. A veces se agudiza, como lo muestran algunos períodos de la historia de los países; otras, en cambio, se vuelve crónica, ¿será el caso del nuestro? Sus efectos son, en todo caso, devastadores. Existen, asimismo, elementos comunes en sus causas y en sus consecuencias: el engaño repetido genera desconfianza; la pérdida de la confianza genera decepción y ruptura. Recuperarla puede ser tarea ardua, acaso imposible en ciertas circunstancias.

En la psicología clásica, la confianza se considera un elemento fundamental en la construcción de relaciones de verdadero apego. Mientras más temprano lo aprendamos en la vida, tanto mejor. El estudio sobre el desarrollo humano en adultos de la Universidad de Harvard, que se inició en 1938 y se ha mantenido ininterrumpido desde entonces, muestra resultados contundentes: el factor determinante de la calidad de vida de las personas estudiadas durante décadas, no es el dinero, ni el éxito, ni la fama, sino la capacidad de establecer relaciones de apego con otros (la familia, los amigos, los compañeros de trabajo). Tener alguien en quien confiar, pues. Y usted, ¿se considera confiable?

Profesor de Psiquiatría, Facultad de Medicina, UNAM

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