No puede negarse que el régimen que encabezó el comandante Hugo Chávez fue generador de avances sociales y que un sector de la población accedió a niveles de vida hasta entonces impensables. Las críticas que se hacían al autoritarismo de Chávez y a su escaso republicanismo podían ser tema de controversia. Sin embargo, en términos generales la regla básica de la democracia –donde las mayorías deciden- se cumplía. Chávez fue electo y reelecto por un voto mayoritario; él y su partido ganaron más de una docena de elecciones, se sometieron a un referéndum revocatorio para despejar dudas sobre su legitimidad; a otro para convocar a una asamblea constituyente en 1999 y dos más para reformar la Carta Magna en 2007 y 2009.

En diciembre de 2015, sin embargo, el chavismo perdió la mayoría que había disfrutado hasta entonces, cuando el oficialismo perdió en las elecciones legislativas. El régimen, no obstante, decidió hacer como si esa nueva realidad no existiera. Entonces el chavismo dejó de ser chavismo para convertirse simplemente en madurismo. Tuvo lugar una suerte de “fraude post electoral” o un “golpe de Estado dentro del propio Estado”: La autoridad electoral declaró inválida la elección de tres diputados de la oposición y uno del oficialismo, por presunto fraude. Casualmente los votos que permitían a la oposición tener mayoría absoluta.

En lo que va de la presente legislatura el madurismo –a través del Tribunal Superior de Justicia que llenó de incondicionales antes de que tomara posesión la nueva Asamblea Nacional– ha invalidado sistemáticamente las decisiones del Legislativo, al punto de emitir cerca de 50 fallos en su contra. El madurismo también impidió la celebración de un referéndum revocatorio que podría haber servido para superar la crisis actual; atentó contra el calendario electoral normal al frenar la celebración de elecciones locales, y hoy apuesta a la creación de un nuevo Constituyente donde buscará probablemente alargar la gestión de Maduro más allá de 2019.

A estos actos se suman más de 200 detenciones arbitrarias, 334 detenciones de forma ilegal, entre 200 y 300 presos de conciencia, cerca de mil heridos, 67 muertes en episodios de violencia callejera y 546 violaciones a la libertad de prensa en 2016 (una cifra que se triplicó con respecto al año anterior). La organización Freedom House, que emite informes sobre el ejercicio de las libertades democráticas a nivel mundial, bajó a Venezuela en 2016 del ranking del grupo de países considerados como “parcialmente libres” (donde se ubicaba junto a naciones como México, Ecuador, Colombia o Bolivia), a los catalogados como “no libres”, donde se ubican 49 países.

No todas las muertes pueden ser imputadas al madurismo. También hay sectores de la oposición que apuestan a la violencia como forma de hacer política. Pero no cabe duda que sobre el gobierno pesa la mayor responsabilidad. El régimen, además, es artífice del controvertido Plan Zamora, el cual contempla armar a 500 mil milicianos en “defensa de la revolución”, y trata como terroristas a opositores políticos (incluso gente que ha cometido saqueos por hambre y desesperación), juzgando a civiles en tribunales militares.

Puede ser que la oposición se haya equivocado al ensañarse en destituir a Maduro –un presidente electo con el voto popular- desde el primer momento que asumió la mayoría parlamentaria. Puede ser también que la mano injerencista de los Estados Unidos juegue en efecto un papel, como el gobierno alega. Incluso la oposición venezolana tampoco ha sido históricamente la más respetuosa de la democracia. Pero nada de eso quita que Maduro es un autócrata impresentable. Eso ya no admite controversia y exige un deslinde claro por parte de las izquierdas.

Analista político e internacionalista

@hernangomezb

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