Cambiaba de teléfono cada 15 o 20 días. Había dejado incluso de tener contacto con su esposa, para no dejar huellas. Era el último miembro de la familia Granados.

La Policía Federal llevaba años tras ellos. Había logrado detener, en México y Estados Unidos, a 30 o 35 de sus miembros. Todos llevaban a cuestas el mismo oficio: proxeneta. Todos llevaban a cuestas el mismo apellido: Granados.

Los Granados son una de las tres familias detectadas por las autoridades en Tenancingo, Tlaxcala, que han hecho de la explotación sexual un “oficio” familiar. Hay padrotes de apellido Granados desde los años 30.

Desde entonces, el “oficio” se transmite de padres a hijos; desde entonces, madres y hermanas forman parte del negocio.

—¿Cuál es tu ocupación? —interrogó la policía a uno de los miembros del clan.

—Proxeneta.

—¿Qué es eso?

—Pues es… iba yo a los parques a enamorar a las muchachas… las llevaba a mi casa, tenía relaciones con ellas y en el transcurso del tiempo las ponía a trabajar en la prostitución para yo tener la economía.

—¿Y a dónde las ponías a trabajar?

—Puebla, México y Estados Unidos.

—¿En qué parte de Estados Unidos?

—Nueva York.

—¿Desde cuándo iniciaste la actividad?

—Desde los 19 años.

—¿Cuál es tu forma de reclutar a las víctimas?

—Ir a los parques allá en Puebla, en México, hablarle como a una amiga, hacerla después mi novia, después enamorarla, llevarla a mi casa y en el transcurso del tiempo enseñarla a trabajar en la prostitución.

“Enseñarla a trabajar” era, según las autoridades, “violar, golpear, torturar y mantener como esclavas a sus víctimas, algunas de ellas menores de edad”.

Los Granados enganchaban mujeres de escasos recursos; con falsas promesas de amor, las llevaban a Tenancingo. Ahí, sus madres y sus hermanas las iban preparando para lo que venía: la violencia física, sicológica y sexual, el acceso a las drogas: todo lo que pudiera ablandar su voluntad.

Las víctimas eran explotadas sexualmente en zonas de tolerancia de la Ciudad de México y el Edomex, y más tarde trasladadas a Altar, Sonora, en donde se les concentraba en el hotel Posada del Río, conocido como “el de los tratantes”. Luego se las internaba, de manera ilegal, en Estados Unidos.

Su destino solían ser los campos de cosecha, en donde, según testimonios de algunas mujeres, llegaban a sostener relaciones sexuales hasta con 60 personas en un solo día (el costo era de 20 dólares por diez minutos: cada una llegaba a producir más de 30 mil dólares al mes).

Los Granados habían llenado Tenancingo de mansiones llamativas. Habían comprado ranchos y ganado. Invertían en tiendas, tintorerías, pollerías y carnicerías.

Fueron cayendo uno a uno. Faltaba el último, Juan Romero Granados, alias El Chegoya. Sus familiares afirmaban que estaba muerto. Elementos de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR mantenían, sin embargo, vigilancia fija en el domicilio de su esposa. No se supo de él en meses.

A fines de abril, sin embargo, su mujer asistió a una fiesta en una casa cercana. Los agentes detectaron la llegada de cuatro camionetas. Una de ellas se dirigió a una marisquería al terminar la fiesta. Al poco tiempo entró en el local una chica con falda corta. Tardó varias horas en salir.

Un elemento de la Agencia de Investigación se infiltró como trabajador en la marisquería. Descubrió que El Chegoya vivía encerrado en un cuarto del segundo piso y tapaba las ventanas con cobijas. Solo bajaba en las noches a cenar.

Un juez federal de Nueva York acusaba a Romero Granados de “asociación delictuosa, tráfico de personas con fines de explotación sexual, fraude o coacción y transporte de persona menor de edad”.

Si, como sostiene la PGR, con El Chegoya se acabó el clan, se habrían terminado 80 años de abuso y explotación por parte de una misma familia. Suena bien. Ojalá sea cierto.

Que en Tenancingo ya no opere ninguno. De verdad ninguno.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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