El 25 de junio, en Guadalupe, Chihuahua, el jefe de la policía Máximo Carrillo Limones fue secuestrado y asesinado. El jefe policiaco presenciaba un partido de beisbol cuando hombres provistos de armas largas, algunos encapuchados, otros de plano con el rostro descubierto, aparecieron en el campo y obligaron a la gente a tirarse al piso.

Carrillo Limones fue subido a la fuerza a una camioneta Silverado. Era el primer jefe policiaco que en los últimos cinco años se había atrevido a ocupar ese cargo. Su cuerpo apareció horas después en el kilómetro 87 de la carretera Juárez-Porvenir, amordazado, atado de los tobillos y con la cabeza cubierta con una bolsa de plástico.

Los agentes de seguridad que estaban a su cargo no volvieron a presentarse a trabajar. El único que lo hizo fue Joaquín Hernández Aldaba, a quien Carrillo Limones había reclutado personalmente poco antes de ser asesinado.

“¿Héroe o loco?”, llamó el periódico Vanguardia a Hernández Aldaba. Durante 19 días, fue el único policía que hubo en Guadalupe, Chihuahua: recorría el municipio solitario a bordo de su patrulla de la municipal, aunque andaba desarmado para evitar confrontaciones con los grupos del crimen organizado que de 2008 a la fecha han convertido el Valle de Juárez en lo que la prensa local llamó “El Valle de la Muerte”.

En 2008, Joaquín El Chapo Guzmán quiso disputar al Cártel de Juárez un corredor que atraviesa el desierto chihuahuense junto al Bravo —y desde el que es posible pasar fácilmente a Texas, en pie o en coche. Esa guerra de El Chapo terminó sumergiendo a la región entera, los pueblos de Guadalupe, Praxedis y Esperanza, en un baño de sangre que las cifras apenas alcanzan a expresar: mil 600 homicidios por cada cien mil habitantes sólo en 2009.

“Aquí ya no queda nada, sino pueblos fantasmas y soldados”, le declaró hace tres años un habitante de Guadalupe a la investigadora Melissa del Bosque.

Dos años después del inicio de esa guerra —casas quemadas, paredes balaceadas, cruces de muertos por todas partes—, el alcalde Jesús Manuel Lara huyó del municipio y se refugió en Ciudad Juárez. No tardó en ser localizado: un grupo de sicarios lo asesinó en 2010 frente a su mujer y su hijo.

La guerra entre los grupos criminales de Juárez y Sinaloa —la zona la controla actualmente el brazo armado del Cártel de Juárez, conocido como La Línea— hizo que de los 18 mil 500 habitantes que había en Guadalupe en 2008 sólo queden ahora poco más de dos mil. Por eso Joaquín Hernández Aldaba patrulló esos 19 días entre parajes solitarios y desolados.

El 8 de julio pasado atendió una llamada que alertaba sobre un percance vial ocurrido en el kilómetro 45 de la carretera Juárez-Porvenir. Subió a la patrulla con su hijo de 14 años y con un amigo al que tenía esperanza de reclutar como agente de la corporación. Los emboscaron de frente y los cosieron a tiros. Sólo sobrevivió el amigo de Hernández.

Una crónica informa que con el terror reflejado en el rostro, el alcalde de Guadalupe, Gabriel Urteaga, anunció la desaparición del cuerpo de policía. “Ya no habrá seguridad pública en el municipio”, dijo. Y agregó: “Creo que pretenden que no haya policía. Ese es el mensaje que puedo percibir”.

Apenas el lunes pasado, los militares que a falta de policía han asumido las labores de vigilancia, se enfrentaron a tiros con narcotraficantes del Cártel de Juárez.

Mientras tanto, las oficinas de seguridad pública de Guadalupe están cerradas con candado.

No es una historia de tiempos de la Revolución. Ni siquiera es una historia de la época en que Felipe Calderón inició su guerra contra el narcotráfico.

Es una historia de ahora, en el mismo pueblo en donde en 2008 las cabezas de algunos funcionarios municipales fueron cortadas y colocadas en la glorieta principal, a manera de advertencia.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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