Vivió Ramón Xirau asediando la revelación de “lo sagrado”: esa idea que, en estos días seglares, algunos entrecomillan con desdén, otros con empatía prudentemente irónica y otros, los menos, con nerviosa reverencia, tocados por esa emoción que Rudolf Otto bautizó con un adjetivo puntual que venturosamente ingresó al vocabulario: lo numinoso, una súbita conciencia de experimentar —así sea por un instante— la revelación de un “misterio terrible y fascinante”; una experiencia espiritual singular que intimida y provoca, a la vez, un delicioso estado de gracia.

Xirau escribió una extensa poesía que merodea los confines de lo sagrado, acecha su experiencia numinosa y suscita, en el lector atento, el reflejo de esa gracia: el tomo de su Poesía completa (FCE y UNAM, México, 2007) contiene seiscientas páginas divididas, pues Ramón sólo la escribía, a la izquierda, en su nativo catalán que, a la derecha, traslada al castellano su traductor puntual, el poeta Andrés Sánchez Robayna.

La poesía de Ramón —izquierda y derecha, mutuamente reflejadas— cantaron juntas durante más de medio siglo. Su primer poema, fechado en 1951, es los “Cantos de amor” de un muchacho de veintisés años: el estupor ante el deseo que se convierte en cuerpos tendidos amándose en la noche, suspendiendo el tiempo, cuerpos de luz y sombra que se inflaman uno al otro “en el desnudo vientre del horizonte”.

El último poema del volumen, “Mirlo”, está fechado en 2004. Ramón, ahora un hombre de ochenta años, escucha “el canto blanco blanco como el alba” con que la avecita convierte en trinos los “amores y enamoramientos” de quien la escucha cantar. No son pocos los poetas que en la víspera de su tránsito han escuchado ese gorjeo relojero de los pájaros, ese reloj divino, diminutos oboes por los que pasa un viento sagrado.

Fue la suya una larga fidelidad a la búsqueda de una poesía que fuese, a la vez, constancia simultánea de su búsqueda y bitácora de sus avances: crear con signos legibles los márgenes de la invisibilidad sagrada, decir de la mejor forma posible (la íntima) lo que no puede decirse nunca. No un asedio místico ni, menos aún, la exposición lírica de una doctrina ni tampoco el himno numinoso de su fe, la católica que, si acaso, cuando aparece en su poesía lo hace como una ansiosa interrogación.

Es una poesía laboriosamente discreta, muchas veces fabricada con apenas palabras, fosfenos fugaces, los balbuceos esenciales del misterio; un puñado de sustantivos que se sacralizan en su desnudez —la barca, la naranja, el viento, el árbol— y que, súbitamente, están grávidos de levedad, prodigios desnudos, empapados de gracia: la elemental sintaxis de lo divino que, en eterno estado poético, habla en símbolos callados que los poetas, algunos, logran escuchar.

Ramón fue largamente fiel a una fe personal, a un anhelo de experimentar lo sagrado en su manera de vivir, manera pródiga que eligió el magisterio, la edición, la escritura de libros para todos; la vida como una forma de hospitalidad contínua y abarcadora. Junto a sus muchos libros de filosofía y de reflexión crítica, el pequeño mirlo de la poesía cantaba con él y para él en su maternal catalán, continuamente; cada trino diminuto una puesta en armonía, y en harmonía, de su lealtad al origen sagrado.

Lo quise mucho a Ramón, mi buen maestro, mi amigo. Leímos juntos, nos reímos, discutimos, caminamos junto al río. Él nació el mes y el año en que nació mi padre; yo el mes y el año en que nació su hijo. Al enterarme de su tránsito abrí su libro al azar, jugando a que su mano movería la mía al pasar las hojas. Eligió la página 331, su anómalo poema, casi autobiográfico, sobre sus maestros (Ovidio, Isidoro de Sevilla, Plinio, la música de Händel, la catedral de Chartres) y me dio mi verso: “Dios quiere que sepamos las cosas portentosas, oráculos, misterios”.

Salud.

(Voy de viaje. Regreso en dos semanas, espero...)

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