Las ciudades que viven en perpetuo desasosiego procrean sueños perturbadores en sus habitantes. ¿Quién hace el recuento de los daños en ese aspecto? Uno mismo. Uno tiene que pagar. Mis últimas noches han estado marcadas por la zozobra. Cargo esos sueños durante el día y pesan más que una montaña. Mis convicciones se adelgazan y el odio aumenta. He soñado a mi padre, metido siempre en tantas peleas. Los puños eran sus convicciones; nudillos, carpos y metacarpos duros y resistentes, y agilidad de hombros y pies. ¿El azoro viene de haber visto a mi padre romper una colección de quijadas e insultar absolutamente a cualquiera que lo retara, incluso con un guiño inconsciente? Cuando uno le pega a otro hombre le está pegando a un costal llamado “Vacío” Yo y mi padre: fragmentos de la misma desgracia, cuartos de hotel baratos. Tenía yo ocho años.

—Mamá —preguntaba yo—, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—Para defendernos.

—Mamá, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—Porque es un hijo de la chingada, como todos los de su sangre.

—Mamá, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—No se puede controlar, tu padre, aprende tú a ser un hombre pacífico.

—Mamá, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—Porque me andaban viendo las piernas.

—Mamá, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—Así es toda su familia, son bravos, así era desde que tenía tu edad.

—Mamá, ¿por qué le pegó mi papá a esos señores?

—Les pegó para no tenerlos que matar.

¿Por qué peleaba en realidad mi padre? Me pregunto si un hombre puede ser bueno comportándose así. Y yo me respondo que él era noble y bueno. Lo sé, eso se sabe porque viví a su lado casi veinte años. Los seres humanos están incapacitados para hablar porque apenas lo hacen se destruyen, mienten, prometen o nos dan teorías universales de cualquier cosa. Y lo peor: nos dan su voz que son ladridos ocultos, gruñidos, graznidos y eructos. El lenguaje es un juguete para los niños. “¿Por qué peleaba en realidad mi padre?”

—Para hacerse un lugar.

—Porque no tenía padre.

—Porque se fue a agenciar a una mujer guapa y había que defenderla de ella misma, aunque no lo pidiera.

—Porque el hidrógeno del sol se consumirá antes que el helio.

Mis sueños me han posado también en la calle Nevado, cerca de Churubusco y próxima al gimnasio Juan de la Barrera. Era entonces un niño y habitaba una vecindad de cuartos oscuros y opacos. Amalia, mi vecina, tenía siete años y yo cinco. Salíamos a jugar al pasillo, ella y yo.

Amalia: Mi papá es más fuerte que el tuyo.

Yo: No es cierto.

Amalia: Mucho más fuerte.

Yo: No, mi papá…

Amalia: Mucho, muchísimo más fuerte.

Yo. (A punto de llorar).

Amalia. Mira, te voy a enseñar dónde se esconde.

Yo: ¿Quién?

Amalia: Mi papá, ¿quién más?, burro come elotes.

Y salimos a la calle, atravesamos el umbral de la vecindad, y en la acera había una atarjea abierta y la tapadera de hierro a un lado; lo había preparado todo, Amalia, ella sí que era fuerte, me dijo asómate, me asomé, me empujó y caí dentro, sumido en un fango de un par de metros, sin hacerme daño porque era yo de plástico, pero aterrorizado, allí en ese esófago de satanás, y luego Amalia empujo la tapadera y cubrió la luz y todo fue oscuridad y desaliento y yo gritaba mientras Amalia corría hacia su casa; ¿por qué me hacía eso? “Porque desde párvulo has sido estúpido, ingenuo y la tontería se arroja a la basura. Pero gritaste, tan alto como cuando te asomaste del vientre, y alguien escuchó, un meteco, un enviado del mal destino, y supo que había allí dentro un niño llorando, a punto de sufrir un colapso emocional y sumirse en el lodo.” El enviado del mal destino corrió la cubierta de metal y vio tu cara fangosa y dos puntos rojos blancos tus ojos. Tuvo que pedir auxilio y hasta allí fue mi madre que ya me andaba buscando y otros vecinos, y volví a nacer otra vez, maldita sea. Amalia había hecho bien su trabajo, el esmero de una pequeña mujer, una bella niña que intuye que el mal debe ser enterrado. Y tras el grupo de vecinos curiosos estaba ella, mirándome, sus ojos de agua turbia, amenazantes. Yo no acusé a nadie, me abrazaba a las piernas de mi madre y lloraba, y Amalia sonreía. Y alguien dentro de mí preguntaba: ¿Quién me ha traído a este lugar horroroso?

—¿Por qué caíste allí dentro? —preguntaba mi madre.

—Tengo miedo —respondía yo, en medio de berridos sonoros, pero en esencia inaudibles.

—La calle está prohibida para ti y tu hermano; lo he repetido tantas veces; apenas sales a la calle y caes a un agujero—. Mi madre predecía y sellaba con estas palabras mi minúsculo destino.

—Estaba muy oscuro y tenía miedo —¿A quién le hablaba yo? A una mujer que sabía eso desde siempre… oscuridad y miedo, el legado, la oferta para toda una vida.

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