No, el título de esta columna no alude a ningún acontecimiento político, pues la política es hoy en día lo “lamentable per se”. Me detengo un momento a mitad del barranco para preguntarme —como lo haría usted o mi vecino— si en realidad lamento las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida; si soy tan pacato o pusilánime como para arrepentirme de mis acciones, decisiones y del tiempo que dediqué a determinadas actividades. ¿O qué? Seré honesto: no creo que uno haya podido haber vivido de una manera distinta a la que vivió. Es imposible haber hecho las cosas de otra forma. Creer lo contrario quebranta la lógica y nos hace más infelices. No hay forma de comprobar que lo realizado pudo haber tenido otro destino. A lo hecho pecho. Una vez que se toma una decisión ésta es la buena, y no hay otra: es la única que se pudo haber tomado. Yo contemplo mi pasado como un observador imparcial que no puede hacer nada al respecto y a quien además no le importa. Soy mi propia ONU que bosteza; soy el legislador que duerme y el juez que antes de conocer el caso sabe cómo reaccionará.

A pesar de creer en lo anterior sin dudar siquiera un ápice de ello, la angustia o ciertos residuos de impostura ética me molestan y llego a lamentarme de aquello que de todas formas tuvo que haber sido. He allí el afán humano: torturarse a causa de lo inevitable; llorar por los dinosaurios extinguidos; reprocharse el haber nacido en este tiempo. Yo me lamento de haber vivido más de 35 años; de haberme negado a la hospitalidad de varias buenas personas; de beber en demasía delante de los extraños (los amigos también son extraños cuando te juzgan en silencio). Como aquella vez en Augburgo que ante un público de ignorantes provincianos bávaros lance insultos al aire y ofendí incluso a mi traductor que se negaba a traducir buena parte de mis palabras a aquel auditorio perplejo. Nadie se daba cuenta que mencionaba yo frases y juicios de Bertolt Brecht, nacido justo allí en esa ciudad alemana. Me lamento de haber publicado tanto; de conversar con quien no sabe hacerlo; de haber dejado marchar a tantas mujeres bellas; de no asesinar a algún asesino; de no leer con resignación y detenimiento a Musil y a Joyce (esa “catástrofe de la inteligencia”, como le llamaba, mordaz, Vila-Matas); de pagar mi renta puntualmente durante veinte años; me arrepiento de no haber mandado a la jodida a más de un español y a una que otra neoyorquina; me arrepiento de haber abandonado la calle y la vida de barrio; de no correr más de diez kilómetros a la semana; de no saber guardar silencio y de querer dar mi opinión a toda costa; de pelear e insultar a quien me admiraba y admirar a quienes me despreciaban soterradamente; lamento haber visto tanta televisión y mantenerme al tanto de las noticias; lamento no haber bebido más y de no haber alcanzado así estados de santidad incomparables; y me reprocho haber cultivado a un grado considerable la misantropía y la agorafobia; lamento mi timidez la cual me transformó todas las veces en un ser farsante y afectado; y las promesas que hice en estados de exaltación y que no cumplí tal como debe hacerlo un hombre de bien; lamento haber despilfarrado todo el dinero que llego a mis manos y que al final sólo me llenó de vacío y tristeza; lamento también haber admirado con tal fervor a algunos artistas de quienes me alejé precisamente a causa de esa admiración. Mas sobre todo lo anterior lamento no haber sido cortés con quien lo merecía (haber encarnado en una piedra en esta vida breve, cruel e idiota). Me arrepiento de no haber asistido a la iglesia ni de oyente a las cámaras legislativas para conocer más de cerca la hipocresía y la mentira. Y la lista sería interminable, sádica y casi cristiana.

¿De que no me lamento y estoy orgulloso? De nada en absoluto. No puedo enorgullecerme de lo que tenía que haber sido, de lo que era imposible modificar. Hay que comenzar de nuevo cada día y pensar en la existencia del libre albedrío. Y después a otra cosa, a organizar de nuevo el presente y el futuro en el laberinto. Hago mía la voz de Henri Michaux: “Soy un imbécil no comprendo nada de lo que dice la gente, los autores. Debo rehacerlo todo en mi cabeza.” ¿Qué más?

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