Trece veces en la vida he intentado hacerme de una libreta de apuntes para después retomarlos y, a partir de ellos, escribir algo más serio o completo. Fracaso porque cuando abro la libreta no comprendo mis apuntes: me esfuerzo, entorno los ojos y hago lo posible por descifrar aquellos trazos mal hechos, pero no aparece ante mis pupilas una señal legible. Es natural que a ustedes no les importe lo que escribo o que no gusten de mis novelas, pero algo sí que deseo advertirles. Soy el escritor más veloz del mundo. Nadie podría escribir una frase entera en uno o dos segundos excepto yo mismo. El dilema es que después de algunos días o meses, cuando acudo a la frase en la libreta, no la comprendo. En un principio, cuando mis apuntes me resultaban ilegibles, consideraba tal contrariedad una absoluta tragedia. En algún momento inesperado había tenido yo un arrebato de lucidez, una iluminación, el principio de una columna extraordinaria y no obstante jamás podría descifrarla.

Es verdad que soy el escritor más veloz del mundo, pero carezco de dirección y no alcanzo a tocar ninguna meta. Ayer tomé mi libreta de apuntes más reciente y de las últimas páginas solamente logré comprender dos líneas: una de ellas había sido obtenida de la novela del escritor francés Antoine Volodine, Ángeles menores, y decía: “Pase lo que pase, que no acusen a nadie de mi vida.” ¿Por qué razón me interesó entresacar estas palabras del libro y con qué objeto lo hice? No tengo la menor idea. La segunda línea, que en realidad, consistía en un pequeño párrafo, me fue al principio irreconocible, pero después de atar cabos durante veinte minutos y reconstruir la caligrafía supe que se trataba de una carta que una madre le escribe a su hija en la novela de Vasili Grossman, Vida y destino. Consulté la obra y, efectivamente, en esta carta la madre le dice, emocionada, a su hija y luego de recibir la visita de Schukin, un hombre amable y cortés: “Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana.” Pese a no recordar tampoco el motivo por el que tomé este pasaje del libro no me parece difícil adivinarlo: apenas pongo un pie en la calle me percato de que los perros conservan, a diferencia de los hombres y de algunas mujeres, cierta actitud humana. Lo que han hecho estos animales es realizar un trueque con los seres humanos y han intercambiado sus ladridos por un poco de decencia y cortesía. Ahora son los hombres quienes ladran y son los perros quienes caminan por el lado adecuado de la acera.

No sé a ustedes, pero a mí me parece un hecho digno de llamar la atención: los bípedos humanos se inclinaron por la tec-nología y los perros aprendieron los rudimentos de la ética. No culpo a quien se aleja de los asuntos importantes de la política y la sociedad para concentrarse en el complejo mundo de los detalles rutinarios. Son las tragedias públicas las que me han permiti-do recordar que es momento de lavar las cortinas o de cambiar la manija averiada de una puerta.

Hace dos semanas me sorprendí a mí mismo pegando un cartel en la calle como no lo hacía desde los nebulosos tiempos en que fui a la universidad. El cartel daba cuenta de un perro extraviado, Sirenito su nombre, engullido por esta ciudad desde el dieciocho de abril de este año. En un principio pensé que se trataba sólo de un acto de solidaridad con el amigo propietario del perro, pero después me di cuenta que intentaba yo rescatar algunos residuos de la ética casi aniquilada por el humano primitivo contemporáneo. El ramillete de los gobernadores en fuga, las fosas clandestinas anegadas de cadáveres y el declive absoluto de la buena política me permiten concentrarme en asuntos más humildes, prácticos y estimulantes que continuar la queja infinita frente a un horizonte vedado, anémico, mudo y plagado de imbecilidad.
Hoy, por ejemplo, he dedicado varias horas a limpiar las hornillas de la estufa. Mientras lo hacía pensaba en lo ideal que sería morirse en estos días y donar el olvido a la eternidad. Ayer releí el libro de Vivian Abenshushan, Escritos para desocupados (Sur +; 2013); y también Cándidos y tartufos, la reunión de ensayos de Julián Meza que publicó la UAM hace casi treinta años (el ensayo que concluye este libro trata acerca de la imbecilidad humana y está inspirado en una obra de André Glucksmann: La bêtise). Los escritores van contra la corriente y no son necios; si acaso su obstinación nace de una desesperanza que se afirma en el rostro de sus contemporáneos. En fin, voy ahora a cambiar un par de focos que están fundidos hace casi dos años. Mientras tanto dejo el rescate de la ética a los perros. Ellos lo están haciendo bien.

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