He cavilado acerca de la eficacia de mis protestas y casi siempre llego a una conclusión semejante. Es posible que mi idea acerca del bien social no sea compartida por los demás y que mi voz no devenga en un virus que se expanda, sino que apenas se muestre como un reclamo solitario y pálido. Y en caso de que mi idea del bienestar sea compartida: ¿cómo puede ser divulgada? Me es imposible responder a esta pregunta; me declaro incapaz de pasar de la idea a la práctica. Y no obstante mi apoplejía pragmática decidí marchar el lunes pasado. Un día después de que un grupo de ciudadanos ofendidos se manifestará en las calles contra los presidentes de dos países. Marché el lunes a las once de la mañana. Marché solo, pero consciente de que mi acción era legítima y que además estaba sostenida en derechos de expresión inalienables. Comencé recorriendo la calle de Progreso mientras en lo más profundo de mi conciencia ciudadana una voz me decía: “El Parque Hundido, jamás será vendido.” No estoy haciendo mofa del ánimo andarín de los individuos conscientes; sería yo un canalla si así fuera. Pero caminé hasta la calle de Comercio con el puño en alto exigiendo a los mexicanos que no fueran tan cobardes y corruptos. Al dar vuelta a la derecha en Comercio modifiqué mi reproche y me quejé de que la federación o los estados que dan forma y sustancia a un país no fueran consecuencia de un pacto social y sí una suma de territorios gobernados por personas y ladrones de pobrísima capacidad civil e intelectual. Recorrí la calle de Ensenada ungido de heroicidad ciudadana mientras me expresaba contra los monopolios del entretenimiento por haber destruido en buena medida la capacidad reflexiva de los mexicanos arrebatándoles la posibilidad de consistencia común. Y gritaba, latigueando la lengua: “¡Empresarios pillos, se llenan los bolsillos!” Ya en Vicente Suárez en dirección a José Vasconcelos me detuve en un par de ocasiones para hacer hincapié en la ingenuidad de los pensantes y en la marrullería de los empresarios bondadosos que se quejan de un estado de cosas que ellos mismos crearon; por supuesto que no dejaba de gritar: “¡Compañero camarada, tu casa será rentada!”; y también: “¡Los escritores, son todos desertores!.” Quiero remarcar que mis consignas llamaron poderosamente la atención y durante dos o tres cuadras, aproximadamente, un indigente, famélico cuyos pantalones rotos y manchados le daban un aspecto parecido al país, me siguió convencido de la veracidad de mis lamentos, pero se detuvo embobado mirando un póster del Chicharito y me abandonó apenas crucé el metro Chapultepec. Luego tomé Burdeos para dar vuelta a la derecha en Tokio. En esta calle retocé furibundo contra la ausencia de representatividad política y la bochornosa falta de visión por parte de los poderes públicos para impartir justicia y equidad económica en México; contra los tecnócratas que orientan al país guiándose en las finanzas y al margen de una realidad y cultura complejas, las cuales desconocen. Al girar en Praga para en seguida tomar Paseo de la Reforma no pude olvidar a varios marchistas dominicales que, convencidos de su derecho a expresarse, salieron a las calles a protestar y luego buscaron algún buen restaurant en Polanco para desmenuzar las vicisitudes de su esfuerzo. Varios de ellos incluso marcharon cinco o seis cuadras hasta donde los esperaba su chofer quien bostezaba y se preguntaba: “Qué raro. ¿Por qué querrá marchar el patrón?” En Reforma aceleré el paso y protesté contra los partidos y sus grandes figuras y acentué su incapacidad de diálogo y el infame y triste papel que llevan a cabo arrebatándose la palabra en los medios y vendiendo a sus líderes como desodorantes. “Margarita, Margarita, retírate a Chalmita.” Confieso que ya en la calle de Roma mi poder de imaginación había languidecido, muy al contrario de mi enérgica voluntad de caminar por una buena causa. Quizás algún periódico extranjero resaltara mi esfuerzo y titulara su nota al respecto: “Solitario y extraño mexicano se enfrenta al poder y condena a su gobierno.” Y entonces sí, mis compatriotas aceptarían que mi esfuerzo tiene sentido y que mi soledad es sólo consecuencia de su imaginación. Cuando giré en Versalles para dirigirme a Morelia me di cuenta de que un perro hambriento, su costillar visible y su mirada triste, me seguía. Me detuve a acariciarlo para decirle: “No, pequeño, esto es un asunto sólo mío.” Entonces me di cuenta de que tenía un celular en el hocico y sus belfos babeaban. Le prometí mejor futuro y le ofrecí un chicle pero el animal no soltaba el celular. Seguí de largo y luego de girar en Álvaro Obregón para encarar la calle Dr. Velasco me reanimé pues pensé que en las colonias Doctores y Obrera mis consignas encontrarían un mayor apoyo: de Dr. Lucio hasta Dr. Balmis mis gritos no fueron otros que: “¡El jodido, también es seducido!” ”¡Sus familiares, vivirán en muladares!” Pero mi fuego ciudadano a nadie encendió y más bien un tipo mal encarado salió de un local asqueroso y lleno de moscas y me dijo: “¡Lárguese de aquí, pinche mamón, o nos vamos a manchar con usted, pendejo!” Apresuré entonces el paso hasta Dr. Pasteur y luego Coahuila; allí lamenté en voz alta la concentración de la riqueza y aclaré que un hombre que ha acumulado tantos millones de pesos en un país harapiento debería estar avergonzado, esconderse y callarse, y que si las leyes le habían permitido acumular tantos dinero esas leyes estaban mal y eran una vergüenza: “¡Esas leyes, las hicieron para bueyes!” Finalmente terminé mi acto con un discurso en el Teatro Coronel Lindbergh, antiguo amigo de Hitler, y si viviera de Trump, y exigí que se legalizara el uso de cualquier sustancia prohibida y que las modestas asociaciones civiles, los vecinos y los candidatos independientes se unieran contra la criminalidad política. No pude terminar mi perorata porque un joven patineto de semblante atarantado me cayó encima y casi me rompe un pie. Aun lastimado volví a mi casa en progreso ahíto de civismo y de libertad de expresión.

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