Esta vez me gustaría escribir, aunque no explayarme, en el asunto de mis adicciones. No tomo mi ya querida columna como un confesionario, pues no tengo la costumbre de ocultar mis adicciones y además no experimento ni pizca de culpa. Al contrario, creo poder soportar todavía uno o dos vicios más, siempre que éstos me hagan la vida más placentera y no sean demasiado onerosos. Me complace que María Moliner —citada infinidad de veces en este espacio— defina la palabra “adicto” como una persona “que admira, respeta, sigue o se acata a alguien determinado.” Para no quedarme solamente bajo las faldas de María, cito también al pensador español Antonio Escohotado, quien en su Historia elemental de las drogas, escribió que por drogas seguimos entendiendo lo que ya habían bien escrito Hipócrates y Galeno: “sustancias que en vez de ‘ser vencidas’ por el cuerpo (y asimiladas como simple nutrición) son capaces de ‘vencerle’, provocando —en dosis ridículamente pequeñas si se comparan con las de otros alimentos— grandes cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos.” No está de más decir que en Berlín hace ocho años conocí en una fiesta a la bella hija del señor Escohotado y estuve a punto de volverme adicto a ella. ¿A qué soy adicto? Lo diré abiertamente, aunque no en orden de importancia, puesto que la importancia de nuestros afectos no los decide uno, sino que al final de la vida nos damos cuenta de qué es lo que más nos conmovió o transformó en lo que somos. Soy adicto al desorden y a las malas mujeres. A la amistad y a casi todo lo que me hace daño, incluyendo el chocolate. No el hachis, que me marea demasiado, sino el chocoatl que los españoles llevaron a Europa. Tengo debilidad por los animales mansos y por los libros breves y sabios, por las sustancias de cualquier tipo, desde clorhidratos hasta ácidos provenientes del perejil y la nuez moscada, me alegran la vida los alcoholes de toda clase y las pastillas para dormir. Soy adicto a la lectura y a las piernas de las mujeres, a las rubias y a la piel pálida, a los comentarios indiscretos y a las bromas inesperadas. Como don Francisco de Quevedo y Villegas, que gustaba exponer los vicios del ambiente social y sus hipocresías, yo también gusto de hacer bromas o chistes a cualquier precio, sin caer en la bufonada. Disfruto insistir en la mala reputación de los criminales de cualquier tipo. Soy adicto a las personas malagradecidas, aunque esto último lo he inducido a través de la experiencia.

El Diccionario de la Real Academia Española dice que el adicto siente “afición extrema hacia alguien o algo.” Y es así, yo me declaro víctima de una afición extrema por las buenas personas —sí, lo he dicho, aunque sean mal agradecidas— y por la gente que se quita algo de sí para ofrecerlo a los demás. Me atraen las mujeres mayores, aunque ya a mi edad esas señoras estén a punto de morir. Soy adicto a la posición horizontal, al silencio y a las rodillas de las mujeres de veintitrés, treinta y siete y cincuenta y dos años; me trastornan y adoro a las malas actrices, mientras sean guapas y su torpeza sea decorosa. Me gusta la salvia, pero también cualquier sustancia que provenga de las manos de un ingeniero; las aeromozas me son indispensables en cualquier clase de viaje y también —me revelo cursi—soy adicto al arte del siglo veinte, no a esta eterna masturbación del mercado de arte contemporáneo actual que sólo un palurdo puede disfrutar (hay excepciones). Alguna vez fui adicto al onanismo, pero no me doy a basto entre las mujeres reales y mi imaginación. Mi adicción por el despilfarro y la generosidad me han hecho manirroto y pobre. Soy adicto a la lealtad y a Dostoiewski, a los ombligos tenues y a las bocas delgadas, a los gatos y a las metáforas (esas moscas muertas del lenguaje). ¿Cómo puede un hombre vivir así? ¿Merezco ser condenado por mis adicciones? No lo creo. Si lo sopesan con atención ser adicto a la acumulación de poder, fama y dinero sí que es un vicio o una adicción terrible y nefasta, que por fortuna yo no debo soportar. Estoy seguro de que Borges era adicto a Roberto Arlt y lo ocultaba, y estoy seguro de que todo lo que escribió fue justamente para no parecerse a él. En pocas palabras, soy un costal de adicciones, una mina de vicios que intento convertir en virtudes; y pese a todo ello puedo continuar con mi vida mesurada y poca cosa. Soy adicto a los aforismos y a los vinos del Duero, si van acompañados de una noche larga y amistosa; me gusta pelear con los puños, pero ya no hay muchos contrincantes a quienes pueda vencer, y además, al final de la pelea me siento culpable. Finalmente diré que soy adicto a las mujeres que trabajan de noche (es decir: todas, aunque duerman) y a las que despiertan con una sonrisa y una mirada piadosa en el rostro. En fin.

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