Una de las características más notables de la mayoría de los políticos mexicanos es que carecen de la facultad de hablar. Es decir: dan la impresión de que se expresan, ofrecen argumentos e incluso actúan como si fueran comprendidos, pero de ninguna forma es así. Porque hablar es conversar e intentar ser comprendido por los demás, pero tomando en cuenta que nunca podremos decir del todo lo que queremos decir. La conciencia de esa limitación o carencia es precisamente la que dota a nuestras palabras de humildad y nos torna humanos, no carne parlante o habladores sin rumbo, marionetas manipuladas por hilos que los oyentes conocemos de memoria. Lo que resulta más aterrador es que ese “hablar” impostado, acartonado, artificial y vano de los políticos no va acompañado de la facultad de pensar y por lo tanto de comprender a los demás y de reconocer las diferencias. Si un político no puede hablar, entonces tampoco puede pensar y por lo tanto su papel es el de representar el vacío civil, la nada, el mayordomo de la tontería. Gadamer escribió que: “Existe una variedad inconmensurable de lenguas, pero en toda lengua es posible pensar.” Sin embargo al saber que ser comprendidos por completo es imposible, puesto que toda lengua y pensamiento posee un aspecto de opacidad y misterio, entonces nos vemos obligados a esforzarnos y a conversar con el propósito de que el otro nos comprenda. Y esa conversación no es otra cosa que buscar un lugar común donde el pensar y el hablar se relacionen de tal manera que den lugar a un mínimo entendimiento. Por ello es más que desconcertante y paradójico que un político no posea la facultad de hablar y en consecuencia se muestre incapaz de establecer lazos con la comunidad. Y yo no exijo ni espero discursos memorables o retóricas flamantes, sino lenguaje común, genuino y honrado.

¿De dónde proviene esta imposibilidad de hablar por parte de los políticos? Se me ocurren varias razones. La primera es porque son representantes de la parodia y una de sus funciones más evidentes es la de no decir nada, esconder las palabras y por lo tanto sus intenciones de lucro. Desfigurar el rostro del diálogo y dirigirse a un público invisible. Por supuesto que su público no existe aunque el auditorio se encuentre lleno de personas. Es una representación, una misa o un simulacro en el que cada integrante actúa su papel de forma automática. Otra razón, me parece, es que el político de la globalización es un palafrenero del poder económico y carece de la fuerza que una verdadera sociedad democrática podría otorgarle. El político actual es por lo general un edecán. A ello se ha reducido, por ejemplo, el poder presidencial de las últimas dos décadas: edecanes en turno. Y no quisiera ser ordinario ni grosero al respecto pues en realidad a mí la figura del presidente me tiene sin cuidado. Carece de gravedad, visión u horizonte. Y se pierde tanto tiempo y palabras en su persona que la crítica real se vuelve juego y exorcismo trivial. Yo quisiera, más bien, referirme al político común, al que es incapaz de hablar, pensar, conversar y comprender las voces comunes de los ciudadanos.

Hablar correctamente no significa seguir las reglas de la gramática. Ello es un mal entendido. Hablar con corrección quiere decir: hacer el mayor intento posible por encontrar a un interlocutor y construir entre ambos un espacio de razonamiento, de comprensión o de disentimiento. Es el esfuerzo del hablante por compartir sus sentimientos, preocupaciones o sufrimiento lo que da lugar al hablar y al pensar humanos y tal tendría que ser la preocupación principal de un político interesado en verdad por la “polis”. Es a raíz de esta enfermedad de afasia verbal que sufren los servidores públicos que los ciudadanos se ven obligados a poner su reproche en la mesa y a invocar su capacidad política personal y así suplir a los criminales o farsantes que han tomado el lugar de su representación.

La comunicación es fundamentalmente ruido. Escribí lo anterior hace veinte años y más que modificar mi opinión la he reafirmado. La supuesta era de la comunicación ha escindido el hablar político. Nos comunicamos, pero reducimos el hablar a una mera cópula de monos. El ruido, la confusión y el malentendido son lo esencial de toda comunicación y es justo tal obstáculo el que permite que, si se hace un esfuerzo excepcional, logremos que el otro comprenda lo que queremos decir, pero sobre todo para que uno mismo tenga noticias de su propio pensamiento, si es que lo tiene. Hablar es conocerse y edificar espacios de convivencia. No aspiro a que los políticos sean letrados pues mis utopías están sepultadas bajo tierra, pero exijo que intenten hablar y pensar. Que dejen de ser edecanes de los empresarios más mezquinos y que se liberen de la inmovilidad formal que los caracteriza. No tengo problema en decir que los partidos políticos son una de las principales causas de la inmovilidad a la que me refiero. Son instituciones o entidades caducas que tienen poco que ofrecer. Templos del murmullo y el golpe bajo.

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