De manera un tanto sorpresiva, ayer se anunció la salida de Agustín Carstens del Banco de México. La renuncia ocurrirá a partir de julio de 2017, ya que el hasta ahora gobernador del Banco de México pasará a ocupar la gerencia general del Banco de Pagos Internacionales en octubre de 2017. El anuncio causó sorpresa y una cierta inquietud en los mercados financieros. Esta inquietud no tiene razón de ser. La estabilidad de una economía como la mexicana no depende de una sola persona. De hecho, aunque no mucha gente parece reconocerlo, en los últimos años hemos avanzado mucho en el diseño institucional de nuestras autoridades económicas. En particular, desde hace más de 20 años el Banco de México es una institución autónoma, que no está supeditada a la voluntad del Ejecutivo, y que cuenta con un órgano colegiado especializado para su toma de decisiones fundamentales. Este órgano, la Junta de Gobierno del Banco de México, se compone de un gobernador y de cuatro subgobernadores, quienes discuten libre y públicamente sobre sus decisiones. Así es, las minutas de estas discusiones son públicas y, si bien no sabemos quién dijo qué, si sabemos cuál es el tono de los debates, cuáles son las preocupaciones y cuál fue el resultado de las votaciones. Así pues, es realmente absurdo pensar que la salida de un funcionario como Carstens pone en peligro la estabilidad de la economía mexicana.

Por otro lado, una circunstancia concreta hace aún menos improbable que el Banco de México quede en manos inexpertas o menos confiables que las de Carstens. Precisamente ayer, el Senado aprobó el nombramiento de Alejandro Díaz de León como el quinto miembro de la Junta de Gobierno del Banco de México. Alejandro es un funcionario experimentado que estuvo muchos años en el Banco y que hizo su carrera de la mano de Carstens. A la par de él, la Junta del Banco está conformado por otros funcionarios igualmente cercanos a Carstens: Manuel Ramos Francia, Javier Guzmán Calafell y Roberto del Cueto, todos muy cercanos a Carstens y formados en la ortodoxia del banco central. De hecho, como lo señalara hace poco Jonathan Heath en un artículo periodístico, el problema actual del Banco es precisamente el contrario: la falta de pluralidad de visiones y perspectivas sobre la economía. En otras partes del mundo las Juntas de Gobierno de los bancos centrales suelen ser más plurales, con miembros que provienen tanto de la iniciativa privada como de la academia. Ese es el caso, por ejemplo, de la Reserva Federal en Estados Unidos. Así pues, el problema no es la posibilidad de que lleguen manos inexpertas o heterodoxas, como algunos temen. Su problema, en todo caso, es que seguirá siendo tan ortodoxo como hasta ahora.

En ese sentido, quizá valga la pena valorar cuáles han sido hasta ahora los resultados de la ortodoxia económica. Por ejemplo, el tipo de cambio en enero de 2010, cuando tomó posesión del Banco de México Agustín Carstens, era de $13 pesos por dólar. Hoy es de $20.74, un aumento de casi 60% en el tipo de cambio en menos de siete años. El crecimiento económico ha sido relativamente mediocre, por debajo de 3% anual y menos de 1% en términos per cápita. La inflación anual, si bien se ha mantenido relativamente baja, no estuvo debajo de 3% entre 2010 y 2014, en dos años incluso estuvo por encima de 4% anual, lo cual excede el umbral de confianza de 3% +/- 1% establecido por el propio Banco. Así pues, los resultados de Carstens, si bien no han sido malos tampoco son estelares. La preocupación no debe ser si se perderá o no la ortodoxia en la conducción de la política monetaria. Esa está garantizada por la composición de la Junta de Gobierno. Quizá lo que deberíamos empezar a preguntarnos es si no es tiempo de pasar a que el banco central tenga un objetivo dual (crecimiento e inflación) en lugar de un objetivo único (inflación), tal y como ocurre en otros países como Estados Unidos.

Economista

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