En 2016, el Diccionario Oxford sorprendió a muchos al elegir como Palabra del año “posverdad”, adjetivo definido como: “Relacionado o que denota circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y la creencia personal”. Esto se contrapone al principio fundamental de la OCDE, la “casa de las mejores prácticas”, cuyas obras y análisis se basan en estadísticas de alta calidad y en sólidas evidencias empíricas. Entonces, ¿cómo llegamos aquí y qué significa esto para nuestras democracias?

Como Sherpa de la OCDE ante el G20 he observado cómo lo que originalmente era una crisis financiera internacional evolucionó para convertirse en una crisis económica y, en fechas más recientes —después de ocho años de un bajo crecimiento y una recuperación muy lenta—, en una crisis política definida por la falta de confianza de las personas en los países miembros de la Organización en las instituciones que construimos durante muchas décadas. También resulta claro que los valores de apertura, ayuda mutua e integración internacional que fueron el fundamento de la OCDE ahora están siendo cuestionando.

Una razón de lo anterior es que si bien hemos dicho “la verdad y nada más que la verdad”, no hemos dicho “toda la verdad”. Como aquellos que paso a paso se encierran en bunkers mediáticos y redes sociales que sólo les ofrecen noticias y opiniones con las que se sienten cómodos, gustosos hemos confiado en modelos económicos que trabajan con datos confortablemente cuantitativos sobre el PIB, el ingreso per cápita, los flujos comerciales, la asignación de recursos, la productividad y otros. Estos modelos económicos estándar no anticiparon el nivel de descontento creado por los desiguales resultados que generaban y que han prevalecido por tantos años.

Nuestras “verdades” no capturaron dimensiones de suma importancia que sustentan las decisiones de la gente (incluidas decisiones políticas recientes) y, en particular, las que son conceptos intangibles o inmensurables. Por ello en los modelos simplemente se ignoraron aspectos tan significativos como la justicia, la confianza o la cohesión social. En efecto, la economía neoliberal nos enseñó que las personas son racionales y que siempre tomarán las mejores decisiones de acuerdo con la información que poseen para incrementar al máximo las utilidades. Asimismo, que la suma de decisiones “racionales” generará el mejor resultado global. En este modelo no hay espacio para las emociones o para conceptos como la equidad o el resentimiento.

El populismo, la oposición violenta a la globalización —o como quiera que se le llame—, reconoce estas emociones. Nosotros también tendríamos que hacerlo, en especial porque en realidad tenemos los datos y los hechos que en primer término originaron estos sentimientos. Me refiero a los aumentos en la desigualdad de los ingresos y los resultados que casi todas las economías de la OCDE vivieron incluso antes de la crisis, y que empeoraron con ésta.

Si abarcamos más allá de los promedios y del PIB per cápita, y analizamos, por ejemplo, las repercusiones en justicia distributiva de nuestras decisiones económicas, el panorama es devastador. Hasta 40% de las personas ubicadas en 10% más bajo de la distribución de ingresos en los países de la OCDE (y 60% en mi propio país, México), no han experimentado mejoras en su situación en las últimas décadas. Además, los grupos de ingresos más bajos acumulan desventajas, ya que su condición inicial no les permite acceder a educación y servicios de salud de calidad o a empleos satisfactorios, en tanto que sus hijos enfrentan un futuro sombrío con menos oportunidades de mejorar su vida. En la OCDE lo hemos confirmado. Nuestros datos muestran que si una persona nace en una familia cuyos padres no tienen estudios universitarios, tiene cuatro veces menos oportunidad de llegar a la educación secundaria. Tal vez sufra más problemas de salud y obtenga empleos menos satisfactorios y menores ingresos. Estará atrapada en un círculo vicioso de pobreza.

Incluso las vagamente definidas clases medias de los países de la OCDE temen por su futuro y el de sus hijos. También se sienten traicionadas y enojadas porque, a pesar de que trabajan con ahínco, ahorran y hacen todo lo que supuestamente les aseguraría una buena vida, se percatan de que los frutos del éxito son captados por una diminuta élite mientras ellas se quedan atrás. No es de sorprender que les atraigan las soluciones que se identifican con sus emociones y que parecen darles cierta esperanza.

En este contexto, ¿qué podría hacer una organización como la OCDE, comprometida con la asesoría sobre políticas públicas basada en pruebas? En primer lugar, debemos defender nuestra opinión cuando ocurra una tergiversación deliberada de los hechos y la realidad. Incluso si las personas que dicen estas mentiras no están conscientes de ello, eso no las libera de la responsabilidad de verificar la evidencia. Presentar una perspectiva basada en mentiras por omisión o por comisión deberá reconocerse como tal y no dejar de ser impugnada en el entorno de la “posverdad”.

En segundo lugar, en vez de defender nuestra selección de los hechos, reconocer que estos también estaban sesgados y que en muchos casos representaron conceptos preconcebidos de la manera en que la economía funciona y que se ha demostrado que son incorrectos. Para reconstruir la confianza en los hechos que presentamos para explicar los fenómenos sociales y económicos, debemos cerciorarnos de que en realidad representan toda la realidad y ofrecen soluciones funcionales. Tal vez sea necesario empezar, como ha mencionado la Estadística en Jefe de la OCDE, “a medir lo que atesoramos y a no atesorar lo que medimos”.

Sobre todo, es necesario que comprendamos que los problemas económicos no son sólo económicos. Por eso la iniciativa Nuevos Enfoques ante los Retos Económicos de la OCDE (NAEC) promueve una visión multidimensional del bienestar de las personas, con elementos tangibles e intangibles (entre ellos emociones y percepciones), todos dignos de consideración. La agenda NAEC es ambiciosa y exige una nueva narrativa de crecimiento que reconoce la complejidad de la conducta y las instituciones humanas, y recurre a la sociología, sicología, biología, historia y otras disciplinas para ayudar a escribir esta narrativa y a construir mejores modelos para fundamentar las decisiones económicas.

Nosotros pensamos que sólo había una verdad y la promovimos sin tomar en cuenta que podría haber tenido fallas. Definimos la realidad en ciertas maneras e ignoramos las críticas a los modelos. Creímos con firmeza, y erróneamente, que los mercados eran la respuesta absoluta.

Me parece que como economistas y formuladores de política tenemos que recordar que en su obra The Wealth of Nations, Adam Smith sacó conclusiones no sólo de la metodología, sino también de la ética y la sicología que exploró en The Theory of Moral Sentiments. Quizá necesitemos enriquecer nuestros modelos para garantizar que los resultados obtenidos respondan a las expectativas de las personas y nos ayuden a recuperar el ingrediente más importante en nuestra sociedad: la confianza.

Consejera Especial para el Secretario General de la OCDE y Sherpa ante el G20

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