Jesús Silva Herzog, un funcionario de acrisolada honradez, fue mi jefe en la Secretaría de Hacienda durante mis años de fiscalista en las administraciones de Echeverría y de López Portillo. Recuerdo cuando escribí un artículo intitulado: ¿Conoce usted a un solo priísta honrado? Desde luego qué suprimí el “solo” porque de otra manera la generalización hubiera humillado, por lo pronto, a mi querido amigo y maestro en las relaciones humanas. La primera ausencia del gran Chucho, que me viene a la mente, fue cuando siendo yo Director de Recursos Administrativos de Revocación, me llamó por el teléfono rojo para decirme que me había enviado a un contribuyente que estaba buscando “pendejo…”. ¿De qué se trata?, pregunté con candidez a sabiendas que Chucho eliminaba de su vocabulario las palabras soeces y era dueño de un exquisito sentido del humor: “Le hicieron una auditoría y pide que no le cobren recargos ni sanciones. Tú sabrás si encuentra pendejo o no…” Obviamente ambos soltamos la carcajada y, por supuesto que el contribuyente de marras pagó hasta el último centavo de su adeudo.

Tiempo después, cuando la sangre se me estaba convirtiendo en veneno al invertir mi tiempo en la recaudación tributaria, en lugar de dedicarme a la investigación histórica y a la literatura, fui a visitarlo para presentarle mi renuncia cuando él ya era el secretario del ramo. “¿Y por qué te vas?” “Porque quiero escribir, Chucho, es lo mío.” ¿“Escribir, escribirle a quién”?, repuso con una sonrisa sardónica. “Tu padre, don Jesús, fue escritor, por lo que estás obligado a entenderme”. “¿Y qué has escrito hasta este momento?”, me cuestionó para ponerme contra la pared. “A mis 30 años de edad, nada, Chucho, pero siempre he sabido que ese es mi camino en la vida”. “Bueno, por lo pronto tómate unas vacaciones de 15 días y descansa, tal vez estás muy agobiado”, contestó entre broma y broma. Ante mi insistencia me concedió tres meses con goce de sueldo para que me probara como autor, en la inteligencia que, según él, agotado el plazo, volvería de rodillas al fisco. Acepté encantado la generosa oferta. Cumplido el término entendí, más que nunca, que invertiría toda mi energía en la narrativa hasta el último momento de mi existencia. Me moriría con la pluma en la mano. Nos despedimos con un fraternal abrazo.

Una anécdota maravillosa, que Chucho contaba con verdadero deleite, se dio cuando le presentó al presidente Bill Clinton sus cartas credenciales, como embajador de México en Washington. En un momento de la conversación en el salón oval, Clinton le preguntó: Excuse me, mister ambassador, can you please repeat me your name?, a lo que Chucho contestó con su tradicional simpatía: “Just call me Jesus, mister president, just Jesus…” Sobra decir que conquistó al jefe de la Casa Blanca, quien ya nunca prescindió de sus consejos en el orden hemisférico.

Chucho Silva Herzog se burlaba del color oscuro de su piel. Se burlaba como nadie de él mismo, toda una enseñanza. Como prueba de ello, baste recordar cuando las autoridades administrativas de la Universidad de Yale le preguntaron en qué rama deseaba inscribirse. Él contestó: “No quiero ninguna rama, lo que estoy buscando es un pupitre…”

¿Qué tal cuando México estaba quebrado y Chucho encabezaba al sector hacendario ante las autoridades financieras en Washington y les disparó a quemarropa: “Debo no niego, pago no tengo?” Se los ganó a todos. Buscaron las alternativas y se encontraron soluciones. Chucho negoció con Clinton los 50 mil millones de dólares de crédito que el presidente le extendió a México por medio de una orden ejecutiva para rescatarnos una vez más de la ruina. Con su voz sonora e impresionante, sus conocimientos, su inteligencia y su gracia, derribaba muros y fronteras. ¿Y cuando al secretario del Tesoro de Estados Unidos y a su equipo de trabajo les sirvió gusanos de maguey, escamoles con guacamole picante, tortillas y cerveza, en Palacio Nacional, para que entendieran mejor el temperamento mexicano? De milagro no les ofreció criadillas…

En otra reunión en casa de Guillermo Prieto Fortún, mi otro jefe, con quien al día de hoy me une una estrecha amistad, se comentaba que Chucho era muy ahorrativo, austero por definición, digámoslo eufemísticamente, y tan lo era que llegó a la comida con una bolsa de camarones de Sinaloa, con la gran novedad que al concluir la fiesta, el señor secretario de Hacienda y Crédito Público fue a la cocina para pedir que le regresaran los camarones que hubieran sobrado… ¿Otro dato? Siempre se cortó el pelo en la peluquería del Club Deportivo Chapultepec porque era la más barata… Tenía un verdadero delirio por las tortas de la Castellana. Cuando jugaba al tenis con Juan Foncerrada y se presentaba alguna discusión a lo largo del partido, Chucho siempre alegaba para acabar con las diferencias: “Jerarquía mata a raya.” Juan no tenía, eso sí, el menor sentido de la piedad al criticar al secretario cuando algo no le parecía en el entorno de la vida oficial. Chucho lo agradecía con impresionante sinceridad.

Imposible dejar en el tintero, en este breve recuento de la vida de este entrañable personaje, quien nos deja un vacío muy difícil de llenar, momentos como cuando cruzaba el lago de Tequesquitengo a nado, aun cuando fumaba un par de cajetillas de cigarrillos al día, vicio que pagaría muy caro. No podría concluir esta columna sin recordar cuando la policía lo detuvo a bordo de su Beetle, con aliento alcohólico, después de haber ingerido un par de “marrascapaches.” ¡Claro que fue a dar al Torito a cumplir disciplinadamente con la ley! Sí, pero lo más curioso del caso es que, al amanecer, les dio lecciones de teoría económica a los demás presos, quienes mucho le agradecieron la cátedra que, tal vez, jamás entendieron.

Cuando un funesto derrame cerebral lo privó de su capacidad oratoria, el arma con que conquistaba a quien se le pusiera enfrente, Chucho se vino abajo. Descansa en paz, Chucho querido, hermano mayor, te lo mereces, México siempre estará en deuda contigo.

fmartinmoreno@yahoo.com

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