Estamos a unas horas de cumplir ocho días del más asombroso de los escapes en México. Asombroso no por ingenioso y audaz, sino por frecuente, corruptor y vil.

Una graciosa huida con la complicidad de quienes permiten un túnel de 1.5 kilómetros en la cárcel que “cumple con todos los protocolos”, una ducha con ropa y calzado especial en sábado por la noche, “puntos ciegos” que son más claros que el agua, brazaletes “quitapón” y hasta gorriones a prueba de gases.

Un escape más a la George Méliès que a la Edmundo Dantés. En unos segundos, frente a las cámaras, como acto de magia cuyo truco todos conocen, desapareció El Chapo Guzmán.

De ese tamaño es la ola expansiva de la colusión. Imposible que se circunscriba solo a los clásicos custodios detenidos.

Joaquín Guzmán Loera no es un héroe. Es un narcotraficante, uno de los hombres más ricos del mundo que compra, sobre todo, voluntades. Su hábitat es un mundo de simulación y corrupción donde las autoridades están a la altura de las circunstancias.

Huyó con la comodidad y la ventaja del viaje del Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas y Presidente de la República y la mayoría de su gabinete.

Uno fugado del penal del Altiplano y otros fugados de la realidad.

Enrique Peña decidió pasar toda la semana negra de El Chapo en Francia. Porque, de acuerdo a sus discursos, se trató de un encuentro histórico.

Le faltó alejarse de su grupo de asesores autocomplacientes para discernir que “escape parte II” mata “encuentro histórico”. Todos los acuerdos que haya firmado no borrarán el impacto de su ausencia en el momento más crítico de la administración.

Es peligroso ahora que ante la baja aprobación endurezca no las medidas de seguridad y procuración de justicia, sino aquellas en contra de periodistas, ciudadanos y defensores de derechos humanos. La retórica de su secretario de Gobernación y de su presidente de partido dan muestra de ello. “Sé que es de los temas que están muy en la opinión de los medios de comunicación...”, dijo Osorio Chong ante la pregunta sobre su renuncia. “Se trata de estados de ánimo comprensibles y lógicos, pero que forman un delicado caldo de cultivo en el que puede aflorar la cizaña, emerger la desconfianza…”, escribió César Camacho sobre declaraciones de líderes de opinión y ciudadanos.

El viernes 12 de junio escribí que la oscura noche Ayotzinapa-Casa Blanca del gobierno federal podría concluir. El favorable panorama poselectoral para el PRI le daba una nueva oportunidad. Comenté que lo que el Presidente tenía que hacer, básicamente, era no regarla.

La regó. Y el otro, se fugó.

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