Leí con asombro los textos de los surrealistas franceses publicados en 1924 a raíz de la muerte de Anatole France (1844-1924). Tenía noticias de esos escritos; ahora los conocí directamente en el libro histórico de Maurice Nadeau sobre aquella vanguardia, la más distintiva de hace casi un siglo.

Sentí asombro, sí, al leer esa sobredosis de vitriolo. La violencia para cebarse en el muerto ilustre no parece justificada, a menos que se piense en el dizque radicalismo de aquellos jóvenes y en su afición por el escándalo. P. Soupault, A. Breton, P. Éluard y L. Aragon consiguieron algo notable con su ataque: sacar a Anatole France de la órbita mayoritaria de los lectores; en otras palabras, lo dieron de baja. Si en realidad eso se propusieron, no pudo salirles mejor y alcanzaron su objetivo cabalmente; si no se lo propusieron, ninguno dio muestras posteriores de autocrítica, ya no se diga de arrepentimiento. Quizá Louis Aragon recordó aquel linchamiento literario de 1924 cuando, en 1968, los estudiantes rebeldes de París lo increparon y lo corrieron por viejo de sus asambleas del Odéon.

El absurdo ataque de los surrealistas acabó con France y con su legado. No hace mucho, cosa de semanas, leía yo el rechazo total de los escolapios franceses del siglo XX: “¿Anatole France? ¡Que lo lea su abuela!” Si estas palabras no fueron dichas o escritas, el espíritu que las anima es el mismo de esa repulsa.

Del entierro surrealista de France se enteraron otros lectores. Lectores ilustres y dignos de toda mi consideración, pues además fueron autores geniales. Unos pocos nombres; en primer lugar, el de Joseph Conrad. Cada quién sabrá cómo y qué lee, pero para mí, Conrad (sus libros, metonimia mediante) está mucho más vivo que todas las vanguardias juntas. Conrad había asimilado con provecho, según él mismo cuenta, la lección literaria de Anatole France. Otros dos nombres, en este caso de escritores franceses admiradores de France: Marcel Schwob, Marcel Proust, dedicatarios de cuentos de aquel.

Ahora, un nombre mexicano: Ramón López Velarde. Apenas hace falta recordar los homenajes que le hizo al autor de La isla de los pingüinos. Mejor no me pregunten qué pienso de López Velarde en comparación con los paladines de las vanguardias; digamos solamente que en esa escena conjetural el poeta mexicano me parece un inmenso coloso rodeado de pigmeos anémicos.

Ese linchamiento literario de 1924 tuvo efectos que han durado muchísimo tiempo: de ese año a la fecha. No se ve cómo France pueda volver a la circulación; pero quizá le aguarde un destino semejante al de Stefan Zweig, cuyos libros han sido revividos en nuestros días.

Quien mejor me dio noticias abundantes de Anatole France, y además de viva voz, fue el poeta Gerardo Deniz. Cuando me habló de esos libros yo estaba todavía infectado de entusiasmo filosurrealista. También oí hablar de France, con admiración, a Ricardo Garibay.

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