También Hugo Chávez llegó al poder en 1999 con la promesa de barrer con una partidocracia corrupta que había secuestrado a la democracia venezolana. El remedio resultó peor que la enfermedad y los sangrientos estertores del dictador Nicolás Maduro prueban que la más disfuncional de las democracias es mejor que las siempre ilusorias dictaduras. Esa narcodictadura, como la llama el valeroso Ibsen Martínez, exiliado en Bogotá y articulista en El País, tiene entre sus valedores a la izquierda mexicana, lo cual es motivo de honda preocupación, pues su jefe máximo, López Obrador, amanece un día sí y otro también, como puntero en las encuestas para la elección de 2018. En este caso, cuyo patetismo desarma, no se defiende un ícono dinástico post maoísta, como en Corea del Norte, ni al bien maquillado ascetismo cubano. Es otra cosa, peor, si cabe.

Nuestra izquierda, la carnívora (Morena) y la vegetariana (PRD), con su prensa adicta, calla ante los crímenes de una secta de ladrones y asesinos dizque antiimperialistas pero temerosos ante la probabilidad de que Estados Unidos les deje de comprar petróleo. En pocos días, el régimen de Maduro ha consumado un autogolpe de Estado, levantando lo que en buena doctrina leninista se llama “poder dual”, es decir una asamblea constituyente que compita por la legitimidad con el parlamento legal en manos de la oposición democrática. También ha revocado el arresto domiciliario de Leopoldo López y Antonio Ledezma, dirigentes opositores, y los ha mandado de regreso a las mazmorras.

El “sentimiento” de nuestra izquierda frente a Venezuela se relaciona, cuando no se trata sólo de amor por el prójimo semejante, con una antigualla, la Doctrina Estrada, que mandataba la no intervención en los asuntos internos de otras naciones. Esa reliquia del siglo pasado fue desechada por el añorado PRI de Echeverría y López Portillo, quienes dieron cobijo inmediato a los perseguidos por Pinochet en 1973, como más tarde fueron muníficos con los sandinistas contra Somoza y reconocieron, interviniendo directamente en el conflicto civil salvadoreño a la guerrilla farabundista como parte beligerante, lo cual culminó en los acuerdos de paz de 1992, firmados, nada menos, que en la Ciudad de México.

Ejemplos hay muchos. En el siglo XXI, sólo las dictaduras, como las de Maduro o la del sátrapa sirio, piden “no intervención”. En el siglo XXI la humanidad es una sola y los derechos humanos, universales, como lo pregonan quienes han ejercido con toda libertad el marcaje personal al gobierno mexicano por los crímenes de Ayotzinapa mientras callan ante la dictadura venezolana. La razón es conocida: lo de septiembre de 2014 fue el primer crimen de Estado de la izquierda mexicana contra la izquierda mexicana, con los sicarios como brazo ejecutor. Quizá los necesiten en el futuro, acaso por ello no condenan ni mencionan la probada naturaleza narcodependiente del gobierno venezolano o la antigua adicción de las FARC al derecho de piso cobrado a los traficantes.

A la nostalgia por aquella cortina de nopal conocida como la Doctrina Estrada, se suma la indignación de nuestra izquierda ante la posibilidad de verse navegando en el mismo barco que el repugnante Trump, quien al contrario de otros presidentes estadounidenses (bastante indiferentes, desde Bush II, a las bravatas chavistas), no parece irritarle gran cosa hacer negocios con déspotas y tiranuelos. Es mentira que el enemigo de nuestro enemigo sea nuestro amigo. Washington, como la Unión Europea, está obligado, a castigar al régimen de Maduro, como lo están los gobiernos latinoamericanos, incluido el de Peña Nieto, que tan parsimoniosos fueron en dejar crecer al engendro.

La lentitud continental en la condena de Maduro se debe al prolongado y eficaz mito de la Revolución cubana, supuestamente arrojada al autoritarismo (por decir lo menos) por Estados Unidos. Mentira llamada a perdurar siglos, tal parece. Por lo pronto, bien haríamos en mirarnos en el espejo venezolano, en el cual —digo, es un decir— quizá está nuestro futuro.

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