La única revolución social del siglo XX que puede considerarse victoriosa e irreversible fue la feminista. Convirtió la igualdad entre hombres y mujeres no sólo en un ideal capaz de medir la estatura moral de personas y naciones, sino en leyes progresivas y eficaces que se aplican, mal que bien, en todas las democracias liberales. Empezó por ser, el feminismo, una aspiración elitista y se derramó por todo el cuerpo social. Promovido por John Stuart Mill e impulsado por generaciones de mujeres libertarias y sufragistas, el feminismo clásico es la obra maestra común del liberalismo político y la socialdemocracia, prueba festiva de la secularización de la sociedad y derrota sin paliativos, en Occidente, para la Iglesia católica, la cual ha tenido, como siempre acaba por hacerlo, que morderse el rebozo y resignarse.

El principal enemigo del feminismo es la desigualdad social. Por ello, en las sociedades más pobres donde impera el tradicionalismo machista, casi siempre de origen clerical, los microcréditos para salir de la pobreza extrema suelen otorgarse a las madres y a las esposas: al emanciparse económicamente sólo ellas logran niveles superiores de bienestar familiar. Por primera vez en la historia, además, la violencia machista, tan vieja como la especie, es visible en los medios, se denuncia públicamente como un crimen y cada vez con mayor rigor, es perseguida y castigada penalmente. Falta mucho por hacer.

Hoy día no hay ser civilizado, hombre o mujer, que no sea feminista o aspire a serlo. Las zonas bárbaras de la tierra son aquellas donde predomina el Islam, cuya esencia es la misoginia dogmática, doctrinaria, reiterada y crudelísima. Mientras los esfuerzos, que los hay, por disociar al islamismo del odio contra las mujeres, como ocurrió con el cristianismo y el judaísmo entre los siglos XVIII y XX, no prosperen, buena parte de quienes profesan esa religión seguirán siendo impresentables en las sociedades liberales y democráticas de las que con toda razón abominan.

He hablado de “feminismo clásico” para distinguirlo del feminismo radical. Esta “herejía” se transformó en una pseudo–religión de la identidad, originada en el postestructuralismo y su giro lingüístico en los pasados años sesenta, un proyecto político e intelectual aun jactancioso —desde las universidades del mundo donde incuba a sus ideólogos— de haber emprendido la demolición del humanismo, personificado, según ellos, por la voluntad de dominio del varón blanco y occidental. En su empresa, la de despedazar el canon humanista, estos fanáticos crearon una familia de escuelas identitarias, a las cuales une, como lo dijo Harold Bloom, el resentimiento. Niegan la existencia del género humano y vindican una gama de subespecies cuya diversidad cultural implicaría una superioridad ética sobre una humanidad que aspira no a lo uniforme, sino a lo universal.

Simone de Beauvoir cuando dijo, desde el existencialismo, que “no se nace mujer, se llega a serlo”, acaso no imaginó a su propio antibiologicismo, un tanto ramplón, convertido en un esencialismo relativista que hace del “ser mujer” una pertenencia a un desdeñado y vindicativo pueblo elegido, cuyos legítimos derechos legales pasan a transformarse en una metafísica ignorante de que el verdadero genio es hermafrodita, como lo supo Severo Sarduy, el gran escritor cubano, homosexual activo y orgulloso, quien decía que la predilección erótica con la cual nació no lo hacía diferente al resto de los artistas. Camille Paglia ha reescrito, polémicamente, una historia del arte, donde la mujer, sojuzgada sexualmente, toma venganza erotizando la historia. Julia Kristeva, quien viene de regreso de tantas cosas, descree de las teorías feministas obcecadas en negar a la maternidad como el acontecimiento biológico central en la vida de la mujer. Hay feminismos que honran la hazaña de la libertad y hay feminismos bizantinos ansiosos por llevar las querellas de la facultad al quemadero público.

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