Me uno a las voces que lamentan la conducta meliflua del presidente Peña Nieto en Washington al invocar, en contra de la seguridad nacional de México, la polvorienta Doctrina Estrada, la cual privilegiaba la no intervención en los asuntos internos de otras naciones. Ante conflictos que en Roma y Berlín se consideraban como internos, el general Cárdenas violó ese principio al condenar la agresión italiana contra Etiopía en 1936 y, dos años después, la anexión hitleriana de Austria.

Hace un cuarto de siglo, el gobierno mexicano reconoció la beligerancia de las guerrillas nicaragüense, salvadoreña y guatemalteca, lo cual contribuyó a la paz en aquellas naciones fronterizas. Como lo escribió Krauze, Trump nos ha declarado una guerra no militar que puede ser tan grave como la de 1846–1847 y ante ese hecho, como lo señaló Silva–Herzog Márquez, el presidente mexicano dejó ir la oportunidad que Obama le puso en bandeja de plata para responderle de manera gallarda y responsable al demagogo fascista.

Quienes nos desaconsejan la histeria o dicen que la señora Clinton trae un puño en guante de seda por su desafección al libre comercio, saben poco de lo que fue el siglo pasado y cuál es la naturaleza del fascismo y su lenguaje. A diferencia del totalitarismo comunista o de la retórica liberal (ingenua o escéptica), alimentado por mentiras piadosas, fantasías liberadoras o atole con el dedo, el fascismo fue y es tan atractivo porque habla sin ambigüedad y convierte en verdad, a base de machacarla una y otra vez, la más imbécil de las mentiras, como las diseminadas por Trump.

El fascismo, en todas sus variantes, nunca oculta sus verdaderas intenciones y cumple con las expectativas sembradas. Ya les decía amargamente el poeta Juan Ramón Jiménez a quienes se sorprendían ante los campos de concentración sembrados por los nazis, ya derrotados, por media Europa: “Pero, ¿es que ustedes no leyeron Mi lucha?” En aquel panfleto de 1925, Hitler aseguraba que sin la desaparición de los judíos el espacio vital alemán merecido, según él, por la raza aria, sería imposible de conquistar. Y con la Solución Final, obró en consecuencia. “No soy paranoico. Soy polaco”, decía el querido maestro Ludwig Margules.

La izquierda, concentrada en soliviantar al hampa sindical de los maestros disidentes o en calumniar a sus adversarios en las redes sociales, ya ni siquiera hace mítines simbólicos frente a la embajada de Estados Unidos en el Paseo de la Reforma. López Obrador, quizá el único presidenciable del planeta que no hace declaraciones sobre política internacional, acaso ve a el muro soñado por Trump como su añorada cortina de nopal, la que le permitió ingresar al PRI días después de la matanza del 2 de octubre de 1968.

Michael Moore, que no es santo de mi devoción, ha explicado por qué puede ganar Trump: el corazón de la mayoría silenciosa en Estados Unidos es una clase media baja y blanca, económicamente desfavorecida y groseramente inculta, que vio con malos ojos la llegada de un afroamericano a la presidencia en 2008 y no soporta, machista, el empoderamiento progresivo de la mujer en la democracia. Votarán contra Hillary por razones de género. Yo no sé si vaya a ganar Trump, pero apuesto doble contra sencillo a que el fascista antimexicano sacará más del 40% de los votos. Sólo esa cifra debería preocupar en Los Pinos.

Estamos en una situación de emergencia nacional. La Constitución faculta al Presidente de la República a encabezar un gobierno de coalición. Debe convocar a todas las fuerzas políticas a componerlo y hacerlo de inmediato. Ya si gana Hillary, los partidos pueden disolver la unidad nacional, volver a la lengua de palo de la Doctrina Estrada y a seguirse dando hasta con la cubeta. Mientras tanto, ¿alguien podría explicarle al señor Presidente los resultados obtenidos con la política de apaciguamiento frente al nacionalsocialismo alemán? ¿Soñará Peña Nieto con alguna concesión susceptible de contentar a un Trump triunfante para que nos deje en paz?

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