Debo decir que la gran mayoría de las polémicas en las que me he visto involucrado no han sido sobre literatura, sino sobre dinero público, por mis antologías y diccionarios publicados por el FCE. Por ello me pregunto a veces si el Estado no debería abstenerse de intervenir en asuntos tan engorrosos como lo son los de la vanidad artística.

Todo esto viene a cuento de la querella de algunos poetas contra la nueva Secretaría de Cultura por México 20. La nouvelle poésie mexicaine, donde los excluidos se quejaron poniendo en duda el mecanismo entero de la selección poética y la manufactura editorial del la antología. Semejantes amotinamientos ocurren en todos los países donde el gobierno reparte invitaciones oficiales a las ferias del libro o edita antologías. Los amotinados, también hay que decirlo, suelen dejar de serlo cuando en la siguiente convocatoria o edición, se les hace justicia.

Es natural el embrollo: el gusto es subjetivo y es imposible satisfacer a toda una comunidad agrupada por la noción romántica de la originalidad. Cuando no son las antologías, son las becas las que provocan la repulsa de quienes no fueron favorecidos. Lo curioso es que casi nadie propone la solución más fácil: despojar al Estado del mecenazgo, pues difundir una obra implica no difundir otra y un libro desplaza a otro. Y si casi nadie se suma a esa decisión ultraliberal es porque la querella no es contra la potencia, sino contra el acto. Aprecio a aquellos escritores que, ya sea por razones intelectuales o por vivir desahogadamente, se rehúsan a pedir o a recibir esas becas. Me extraña, eso sí, que algunos de ellos no le hagan el feo al dinero del erario destinado a las universidades estatales, a la UNAM o al SNI, cuya desaparición, hasta donde yo sé, nadie demanda.

Ninguno, entre esos platónicos relevistas ansiosos por desterrar de la República a los poetas enemigos para ocupar ellos mismos las vacantes, desean la extinción del modesto mecenazgo. Quieren que el Estado beque a todo ciudadano que se conciba a sí mismo como artista o que la cobija sea tan ancha y larga como para cubrir a la mayor cantidad posible de creadores. La primera opción es imposible: el mapa de la realidad no puede corresponder a la realidad misma. La segunda opción es repartir menos dinero entre más aspirantes: el resultado privilegia a la masa frente a la élite y la excelencia artística es elitista. Salvo quienes se autoexcluyen, las listas de becarios suelen corresponder al canon vigente.

Con las correcciones impuestas a lo largo de los años impera, me parece, el sistema menos malo: creadores insaculados otorgando los estímulos a sus colegas. Como todo sistema, se presta a abusos aunque la burocracia cultural profesional que tenemos es, en el país, lo más parecido a un servicio civil de carrera (y debe seguir tomándose el riesgo de editar). Pese a ello, no quisiera que un funcionario decidiera si un joven Juan Rulfo, con sólo dos libros y ningún premio internacional, merece o no una beca.

Son poquísimos los poetas, los cuentistas y los ensayistas que viven de las ventas de sus libros, privilegio sólo de algunos novelistas. El resto vivimos no propiamente de la literatura, sino de la actividad cultural, periodística y académica generada por ésta. Mecenazgos siempre los ha habido: clericales y parlamentarios, ideológicos y diplomáticos, formales e informales. Y quien prefiera que el Estado mexicano se inhiba lo invito a pasearse por algunos países vecinos y no tanto, donde los escritores envidian nuestro welfare state cultural. Alguna vez un importante escritor sudamericano me dijo que las becas habían impuesto la mediocridad en nuestra literatura. Le pedí que lo demostrara: una década de su literatura sin editoriales y con escritores, allá sí, menesterosos, contra una de las nuestras con becarios. No me contestó. Quien es escritor lo es dónde sea. En la cárcel o en los castillos donde alojaban a Rilke. El caprichoso mecenazgo es tan viejo como los vanidosos artistas. A una democracia le toca perfeccionarlo porque el uso del dinero público ya no puede ser otra cosa que transparente.

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