Qué envida sentí ayer por los ciudadanos estadounidenses que vieron el lunes por la noche un debate abierto, moderno, democrático, de confrontación de propuestas y personalidades, que pudieron pulsar la estatura de sus candidatos presidenciales.

Hora y media estuvieron Hillary Clinton y Donald Trump frente a las cámaras. Con la pantalla dividida, se les veía cada gesto: cuando hablaban, cuando escuchaban, cuando respondían, atacaban, se defendían.

Una delicia para los votantes. Una delicia ajena para nosotros. Un ejercicio que desgraciadamente en México aún no se puede hacer porque está prohibido, porque quien lo arme puede ser severamente castigado, porque una mezcolanza de intereses particulares lo impide:

La ley electoral vigente, aprobada por el Congreso, permitía que los medios de comunicación pudieran organizar debates presidenciales con los invitados y formato que les parecieran atractivos. Atrás quedaba la obligación de que los organizara el INE, que los retransmitiera todo mundo, que asistieran todos los candidatos (hasta los que no pintan), que el moderador fuera un maestro de ceremonias imposibilitado para preguntarles.

Un gran paso, un salto estratégico para despertar el interés de la gente por la política y para motivar el contraste real de proyectos y personalidades, y no abandonar las campañas al derrotero de la guerra sucia de spots y redes sociales.

Pero eso no gustó a la izquierda: el PRD y Morena impugnaron ante la Suprema Corte, y ésta les dio la razón. En consecuencia, el Tribunal Electoral federal echó para atrás la posibilidad de modernizar los debates e hizo prevalecer las viejas reglas.

No fue una derrota definitiva. Hace unos días, el INE emitió su Reglamento de Elecciones que revivió la posibilidad de que se liberalicen los debates. Pero tampoco fue una victoria definitiva. Rápidamente la impugnaron Morena, PRD y Panal.

¿A qué lógica responden? El Panal, si postula su propio candidato como las últimas dos elecciones presidenciales, éste tendría un bajo porcentaje de votación y seguramente quedaría marginado de los debates más atractivos. Se ve que el PRD teme lo mismo, con base en las encuestas que circulan: sus aspirantes nunca aparecen entre los punteros. ¿Pero Morena? Sólo se entiende como una negativa de Andrés Manuel López Obrador a debatir, ya sea porque teme una confrontación real o porque está cometiendo el mismo error que en la elección de 2006 cuando decidió no ir al primer debate y por eso perdió puntos.

Con esas impugnaciones, ahora la decisión está de nuevo en el Tribunal Electoral. Sus integrantes cambiarán en unas semanas, así que no está claro si el asunto terminará decidiéndose con su actual conformación o con la nueva.

Ojalá que magistrados entrantes y salientes hayan visto antenoche el debate Hillary-Trump. Y se les haya antojado impulsar en México una democracia con el dinamismo de las redes sociales y no con el ritmo de la Hora Nacional.

historiasreportero@gmail.com

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