La Ley de Divorcio de 1914, expedida por Venustiano Carranza, permitió por primera vez la disolución del vínculo conyugal, en el entendido de que era “absurdo que el matrimonio subsistiera cuando la voluntad faltara por completo, o cuando existieran causas que hicieran definitivamente irreparable la desunión consumada ya por las circunstancias”.

Es de advertir que el divorcio, hasta octubre de 2008, procedía si existía mutuo acuerdo entre las partes. De lo contrario, aquel que quisiera divorciarse debía acreditar que la unión era insostenible en razón de cualquiera de las causales contempladas en la ley, tales como: injurias graves, corrupción del cónyuge o de los hijos, padecimiento de alguna enfermedad crónica incurable contagiosa o hereditaria, y la proclividad a la embriaguez o al juego. A partir de la fecha antes mencionada, se modificó el procedimiento en la Ciudad de México y basta con que uno de los integrantes de la pareja lo desee para dar por terminada la vida conyugal, dando pauta a lo que popularmente se conoce con el nombre de “divorcio express”.

La consecuencia inmediata fue un aumento exponencial de divorcios en la capital. Preocupado por lo anterior, el jefe de gobierno promovió una iniciativa para incrementar los requisitos para contraer matrimonio, creyendo ingenuamente que con ello disminuiría el índice de separaciones, y atribuyendo como causa principal de las mismas la falta de educación moral de los contrayentes.

Por ley, desde el 28 de julio de 2014, quienes quieran casarse, además de presentar sus respectivas actas de nacimiento, identificaciones oficiales, comprobantes de domicilio y el resto de los documentos solicitados, deberán “tomar el curso prenupcial impartido por el Gobierno del Distrito Federal a través de la Dirección General del Registro Civil”.

Estas charlas obligatorias son impartidas por personal “calificado” y su objetivo consiste en informar y sensibilizar a las parejas sobre temas como la prevención de la violencia familiar, la salud sexual y reproductiva, el respeto a la equidad de género, sus derechos y obligaciones, entre otros temas.

En lo personal, desconfío de las legislaciones civiles que pretenden inmiscuirse en la intimidad de los ciudadanos, pues en todo régimen democrático deben estar perfectamente delimitadas las fronteras de los ámbitos privado y público. Pese a mis reticencias, y ya que los cambios procedimentales afectan el tejido social, acordé con mis alumnos de la Facultad de Derecho elaborar un estudio de campo para evaluar la efectividad de las pláticas.

Los estudiantes me reportaron que, al hacer los trámites de inscripción, los empleados no supieron orientarlos, e incluso hubo a quienes les pidieron dinero para evitar este requisito. Sólo uno de ellos tuvo éxito y expuso que el especialista recibió a los asistentes con una introducción justificando la relevancia del curso y, a la usanza sacerdotal, dijo que tomarlo es fundamental para entender la importancia del amor en épocas de odio y desesperación, después abordó el tópico de las agresiones en el seno familiar y sus inconveniencias. Acto seguido, les preguntó sobre los métodos anticonceptivos que conocían e hizo una demostración de algunos de ellos con apoyo de material didáctico. Por último, habló someramente sobre planificación, equidad, y la posibilidad de elegir entre alguno de los regímenes patrimoniales que prescribe la ley, a saber la sociedad conyugal y la separación de bienes, para luego explicar que, en el primer caso, los contrayentes pueden unir sus bienes y en el segundo conservar cada cual los suyos. Según el informe, esta amenísima charla está incluida en el costo de derechos del matrimonio, que es de 2 mil 193 pesos.

Habida cuenta de los defectos de la burocracia mexicana y de nuestra idiosincrasia, ¿bastará una plática de dos horas para disminuir la tasa de divorcios y la violencia que aqueja a las familias de la capital?

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