Álvaro Obregón contendió por segunda ocasión a la Presidencia para el periodo 1928-1932, luego de desdeñar a los candidatos propuestos por Plutarco Elías Calles. Seguro de su poder, agitó a sus incondicionales del Congreso en busca de una reforma al artículo 83 constitucional, que permitiera la reelección en periodos no consecutivos. El texto se modificó el 22 de enero de 1927 cuando Calles, a regañadientes, debió oficializarla: “(El Presidente) no podrá ser electo para el periodo inmediato. Pasado éste, podrá desempeñar nuevamente el cargo, (…) sólo por un periodo más”. Paradójicamente, al calce de la enmienda, estaba inscrito el lema de Madero: “Sufragio efectivo. No reelección”.

Histriónico, Obregón mantuvo un perfil neutro cuando la prensa le preguntó si, bajo la nueva normativa, participaría en los comicios. Lo cierto es que ya estaba preparando el terreno para su nuevo gobierno y, meses después, inició su campaña. Los jefes militares, nerviosos por los usos de la época —fusilar a todos aquellos que no se apegaran a los mandatos del Ejecutivo—, se dividían entre respaldar la candidatura o velar por sus intereses; y la Iglesia católica, temerosa de que la persecución cristera se perpetuara, hizo correr el rumor de que el sonorense esperaría a que depusieran las armas para asesinar a los fieles que se habían sublevado.

Con diversos frentes abiertos en su contra, Obregón marchó por el país expuesto a las conspiraciones de sus adversarios. En su peregrinar fue víctima de sucesivas traiciones y atentados. Durante la pugna electoral, el caudillo que volvía a disputar la silla se enfrentó con dos hombres que le habían sido cercanos: Arnulfo R. Gómez y Francisco Serrano. El primero había declarado que estaba dispuesto a todo para ganar la carrera presidencial, incluso al uso de la fuerza, y el segundo se proclamó representante del antireeleccionismo.

Dispuesto a aliarse con Gómez, Serrano buscó el apoyo de Calles para fingir un golpe de Estado que le permitiera apresar a Obregón y tener el camino libre para erigirse máximo mandatario. Con las cartas sobre la mesa, Calles decidió contactar con las fuerzas obregonistas para ponerlas sobre aviso y garantizarles su ayuda. Aunque hay versiones encontradas respecto al contubernio de Serrano y Gómez, el primero fue capturado en Cuernavaca y asesinado, sin juicio de por medio, en el poblado de Huitzilac, el 3 de octubre de 1927. El segundo pereció fusilado en Coatepec apenas unos días más tarde, siendo abandonado por todos sus amigos de la cúpula política.

Ya sin opositores, Obregón puso en marcha la segunda parte de su plan, consistente en ampliar el periodo presidencial de cuatro a seis años. La maquinaria legislativa operó la nueva modificación al numeral 83 de la Carta Magna el 24 de enero de 1928, casi seis meses antes de la votación: “El Presidente entrará a ejercer su cargo el primero de diciembre, durará en él seis años y nunca podrá ser reelecto para el periodo inmediato”. A diferencia de lo que había ocurrido el año anterior, la prensa no hizo eco de la extensión.

El caudillo triunfó en las urnas sin contratiempos y se preparó para recibir su investidura. Viajó a la capital convencido de que sólo él podía resolver las problemáticas más urgentes del país, como lo eran la pacificación de los cristeros, las cuestiones obrera y agraria, y el descontento estudiantil. Acaso se habrá preguntado cómo lo recordarían las nuevas generaciones luego de haber pasado una década en el poder. Después de sobrevivir a las peripecias de la guerra y a diversos intentos de homicidio, su principal preocupación era su legado, y veía de lejos la muerte.

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