Si algo hay que reconocerle a ésta administración federal, es su capacidad para ubicar, acorralar y detener (o matar) a cabecillas de la delincuencia organizada. Según su propio conteo, desde 2012, 107 de 122 objetivos prioritarios han sido “neutralizados”, para usar la expresión en boga. Para el gobierno, ese hecho es como un éxito. Para sus críticos, no tanto: la llamada decapitación genera disputas sucesorias, vacíos de poder, fragmentación de bandas y mucha más violencia.

¿Quién tiene razón en esa discusión? En términos estrechos, probablemente los críticos: la evidencia disponible sugiere que, al menos en el contexto mexicano de los últimos años, la decapitación de las organizaciones criminales incrementa los niveles de violencia en el corto plazo.

Pero, ¿es ese motivo suficiente para no ir por los capos? Hace algunos años, argumenté que no (http://bit.ly/2qwJ7OQ). Sigo sosteniendo las mismas razones: si los delincuentes perciben que, alcanzado cierto nivel de prominencia, son inmunes a la persecución porque su desaparición del escenario generaría efectos desestabilizadores, todos van a querer traspasar ese umbral. Esa dinámica podría generar en el largo plazo mucha más violencia que la que se prevendría al no decapitar a las bandas criminales. Sería el equivalente en el submundo criminal de la lógica del “too big to fail”.

Los capos de la delincuencia organizada son personas que merecen castigo. Son responsables de la tortura, degradación y muerte de miles de seres humanos. Me resulta moralmente inconcebible que no se busque llevarlos ante la justicia. Sin duda, las consecuencias deben figurar en el cálculo moral, pero aún así es un deber irrenunciable del Estado perseguir y juzgar (sujeto a reglas y controles, por supuesto) a individuos que corrompen, intimidan, secuestran, extorsionan, torturan y matan.

Por esos motivos, la discusión no es si se debe o no perseguir a cabecillas de la delincuencia organizada, sino los criterios que deben guiar esa persecución. A mi juicio, la política de decapitación debe incluir los siguientes elementos: el orden de prelación debe estar determinado no por la prominencia relativa o el tamaño de la organización, sino por la intensidad en el uso de la violencia. Mientras más violento sea un grupo criminal, más recursos se deben dedicar a la captura de sus principales líderes.

Esa determinación debe ser explícita. Ello no obsta para que, en caso de surgir la oportunidad, se detenga a alguna persona que no esté en los primeros lugares de la lista.

Se debe intentar por todos los medios razonables que el capo salga vivo del operativo de captura. En términos expresivos y disuasivos, vale más un criminal sometido a la justicia que un cadáver destrozado.

También, hasta donde se pueda, se debe realizar en paralelo a la captura de un capo la detención de un número importante de lugartenientes y sicarios, como una manera de potenciar el golpe y mitigar los riesgos de conflictos sucesorios. Tras la captura de un capo, se deben reforzar las medidas de seguridad en las zonas de influencia de la organización específica, a manera de prevenir un disparo inmediato de violencia.

En algunos casos, se debe proceder a la extradición a Estados Unidos de manera tan rápida como sea posible. Hay personajes que difícilmente se les puede encerrar de manera segura en una prisión mexicana.

En resumen, más allá de las discusiones académicas, no es probable ni deseable que se detenga la persecución de líderes de la delincuencia organizada. Y si ese es el caso, hay que tratar de moldear esa política para mitigar los efectos desestabilizadores y maximizar los efectos disuasivos.

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