El 28 de julio fue un mal día en Ciudad Juárez. Seis personas fueron asesinadas en incidentes distintos. Ese fue el remate de un mes violento en esa urbe fronteriza: 51 personas fueron víctimas de homicidio doloso, el mayor total mensual desde diciembre de 2013. Es también confirmación de una tendencia preocupante: los homicidios vienen de nuevo al alza en Juárez. En los primeros siete meses del año, crecieron 35% con respecto al mismo periodo del año anterior.

¿Significa esto que los viejos malos tiempos están de vuelta? No del todo. La pacificación de Juárez es un hecho innegable. En 2010, en el pico de la crisis de seguridad, la ciudad acumuló casi 4000 víctimas de homicidio. Este año, aún con el aumento reciente, el total anual se ubicará sobre los 400.

Pero esa comparación entre dos años esconde un hecho inquietante. Prácticamente toda la caída en el número de homicidios se registró entre 2010 y 2012. Para inicios de la actual administración, el promedio diario de homicidios en Juárez se ubicaba entre uno y dos. Casi cuatro años después, los resultados son casi idénticos. La tasa de homicidio se ha estancado en torno a 24 por 100 mil habitantes, mucho mejor que los 250 por 100 mil habitantes de 2010, pero 50 por ciento arriba del promedio nacional.

¿Por qué se frenó la caída? ¿Por qué Ciudad Juárez no logra romper el piso alcanzado hace cuatro años? No lo sé del todo, pero permítanme reiterar una hipótesis que ya he desarrollado en estas páginas.

Las primeras fases de un proceso de pacificación son razonablemente sencillas. Requieren más presencia de la autoridad, una limpieza parcial de las fuerzas de seguridad locales y el desmantelamiento de bandas particularmente violentas. Con ello, es posible lograr una reducción acelerada de los niveles de violencia. Todo eso hizo Juárez y los resultados están a la vista

Pero las fases subsiguientes son mucho más difíciles. Una vez que ya no se está lidiando con masacres donde los asesinos dejan manta y mensaje, sino con homicidios individuales con motivaciones no evidentes, el asunto se complica. Se requieren entonces capacidades de investigación y procuración de justicia. Éstas, por definición, son de construcción lenta.

Esa lentitud se exacerba por un problema político. Una vez pasada la crisis, las autoridades pierden sentido de urgencia. Si ya sólo hay uno o dos homicidios al día, si la ciudad ya no está en la lista de las urbes más inseguras del mundo, si la violencia ya no está en los medios ni en las preocupaciones de los votantes, ¿para qué preocuparse? En ese punto, la violencia empieza a ser un asunto a administrar, no un flagelo a reducir.

Dada esa lógica, ¿qué le espera a Ciudad Juárez? Más de lo mismo: mucha más violencia que la aceptable, pero mucho menos que la necesaria para detonar una transformación institucional.

EN OTRAS COSAS. En esta columna se habla habitualmente de plata o plomo, pero por única ocasión, permítanme hablar de otros metales. Sólo cuatro tipos de naciones obtienen muchas medallas en los Juegos Olímpicos: 1) los países desarrollados, 2) los países regimentados y con tendencias totalitarias, 3) los países sede, y 4) los países altamente especializados en una disciplina con muchas preseas en juego (Jamaica, Kenia). Por desgracia, México no es lo primero y por fortuna, no es lo segundo. Ser lo tercero deja un legado económico y social lamentable (pregúntenle a los brasileños) y lo cuarto equivale a sacarse el Melate. Entonces, mi sugerencia es que dejemos de agobiarnos por la posición de México en el medallero (eventualmente caerán dos, tres o cinco medallas) y disfrutemos los juegos. Al menos, eso pienso hacer yo.

alejandrohope@outlook.com.

@ahope71

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