A un mes del escape de Joaquín Guzmán Loera, es necesario reflexionar acerca de algunas de las expresiones sociales que siguieron a la noticia de su fuga. En los días inmediatos se percibió un ambiente de regocijo y hasta de celebración que se manifestó en redes sociales, en conversaciones, en artículos y cartones periodísticos.

La libertad de expresión no es concesión de nadie sino un derecho de todos, de manera que más que pretender acotarla o censurarla, conviene meditar en las causas y efectos que puede llegar a tener esta reacción de una parte de la sociedad. Y es que, además del chiste por el chiste (inherente a nuestra cultura), llama la atención la presencia de la mofa, el escarnio, pero sobre todo del festejo por un hecho que pone en entredicho al Estado, en particular al gobierno.

Alguien podrá sumarse y otros lamentarlo, pero también está la opción de tratar de entenderlo. El Estado, según los clásicos, es producto de un acuerdo social. Quienes comparten territorio deciden organizarse y crear una patria, un lugar en el que sea posible vivir en comunidad y en paz, lo que requiere orden, leyes, instituciones, seguridad y justicia.

Así, el Estado (suma de población, gobierno y territorio) es resultado de una aspiración comunitaria: solos podríamos sobrevivir, pero juntos y organizados podemos vivir, prosperar, soñar, trabajar y heredar una nación fuerte a nuestros hijos. En este imaginario social queremos un gobierno que nos proteja de los malos elementos sociales y nos dé seguridad; que garantice una educación de calidad para que nuestros niños y jóvenes puedan insertarse con éxito frente a una competencia laboral creciente y globalizada; que otorgue y asegure servicios de salud accesibles, de calidad y oportunos; y que provea de las condiciones propicias para un digno nivel de vida, incluyendo buenos servicios en los centros urbanos y zonas rurales. En este sentido, pensamos en un gobierno cercano y aliado, que haga posible que la justicia sea norma cotidiana, sancionando a quien la transgreda y reconociendo y protegiendo a quien la respeta.

Frente a este escenario aspiracional, algunos ciudadanos sienten que, durante décadas, los tres órdenes de gobierno no han cumplido con los servicios de salud y educación que merecemos, que son parte de la corrupción y que incluso hay casos en los que la delincuencia encuentra entre los servidores públicos a aliados para lograr sus objetivos, etcétera. También somos testigos de acciones y omisiones que envían la señal de que puede ser más redituable vivir fuera de la ley que dentro de ella.

El contraste entre la aspiración y la percepción social propicia que un desacierto del gobierno se perciba como una oportunidad para el desahogo y el desquite. El delincuente que escapa se convierte en ícono catártico. Una vez liberadas las frustraciones, muchos terminan por identificarse no con el gobierno como representante legítimo del acuerdo social, sino con el delincuente. La afrenta al Estado se convierte en una celebrable afrenta al gobierno. En consecuencia, se aplaude la aparición del osado que, por fin, logra burlar el orden jurídico al que desafía.

La gente, ávida de mitos, está creando uno. De allí a ver al delincuente como un héroe hay sólo un paso, y de allí a la tergiversación de valores y modelos de conducta hay otro. No podemos olvidar que se está hablando de un hombre cuyo imperio criminal ocasionó más de 45 mil asesinatos, tan sólo entre 2008 y 2010.

Pero el Estado somos todos, entre todos hacemos de él una agrupación de personas e intereses o, más allá, un ente fuerte capaz de impulsar el desarrollo colectivo y garantizar la seguridad. Aplaudir la fuga de un reo es enaltecer al delito y colocar al delincuente en una posición de ejemplo, así sea mediante la broma, el escarnio o la celebración velada o abierta. No es que nos espantemos frente al humor, que finalmente es una de nuestras expresiones individuales y componente de nuestra convivencia; se trata, más bien, de mantenernos alertas para no sucumbir frente a la barbarie: festejar al delito es ponerlo en el centro de las aspiraciones de muchos niños y jóvenes e incluso de adultos.

Lo que se enaltece tiende a reproducirse. Debemos ser cuidadosos con lo que celebramos. Todos requerimos y merecemos (y todos debemos contribuir a lograrlo) un Estado fuerte capaz de crear un entorno político, económico y social que garantice el desarrollo de las capacidades de la población, el respeto y la protección a sus derechos y la aplicación expedita de la ley. Un gobierno al que la gente reconozca como suyo.

La sociedad, por su parte, hoy mas participativa que nunca, debe asumir su responsabilidad social y comprometerse con los valores y la ley. Si como sociedad no cumplimos con nuestra responsabilidad no podemos aspirar a un Estado fuerte ni exigir que el gobierno, solo, enfrente con éxito los desafíos del desarrollo, la seguridad y la justicia social. El humor podrá ser siempre una expresión de la convivencia, pero no una vía para trastocar el sentido de la justicia ni para contribuir al deterioro del Estado. Todos, sociedad y gobierno, instituciones y personas, tenemos mucho qué hacer al respecto.

*Secretario general de la Cámara de Diputados

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