Colaboración especial

Entre el blanco y el negro existe una innumerable cantidad de tonos grises. Hay quienes ven todo negro y afirman que la fiscalización de las campañas es un fracaso. Esta actividad reviste una complejidad técnica y se despliega en un entorno de pasión política. El vínculo, a veces perverso, entre dinero y política resulta determinante para la sustentabilidad de la democracia, por ello la fiscalización merece un debate público de la mayor calidad posible.

La reforma electoral de 2014 creó un nuevo modelo de fiscalización, orientado en lo fundamental a: homogeneizar las diversas contabilidades de los partidos; producir dictámenes de gastos de campaña en un plazo extremadamente breve (35 días); y depositar en una sola autoridad nacional la revisión de campañas federal y locales.

La primera aplicación de ese modelo implicó la revisión de 24 mil 230 informes de campaña de 13 mil 550 candidatos, 2 mil 667 federales y 10 mil 883 locales. Se trató del ejercicio fiscalizador más amplio y complejo de nuestra historia.

Este ejercicio no estuvo exento de dificultades. El sistema informático ordenado por la ley fue originalmente contratado con una empresa, Scytel, quien no entregó el producto en los plazos previstos. El altamente especializado apoyo de la UNAM, y su visión de Estado, permitió desarrollar un sistema emergente en muy breve plazo.

También hay que reconocer que los intercambios informativos con autoridades fiscales y financieras fueron sumamente útiles, pero no en las dimensiones previstas. La razón de ello fue que el breve plazo para fiscalizar hace difícil cualquier tipo de búsqueda informativa, pese a la amplia disposición colaborativa de esas autoridades. Adicionalmente, el uso de recursos en efectivo dificulta o impide el rastreo de gastos no reportados.

La complejidad del proceso de fiscalización, y quizá la novedad de la reforma, ha conducido también a diversos equívocos. Se pierde de vista que la fiscalización de campaña es, básicamente, una revisión de flujo de recursos con algunos contrastes con el gasto ordinario, pero no se traduce en modo alguno en una valoración de la situación financiera global de los partidos, ni de su patrimonio. Por ello, reprochar al ejercicio realizado la carencia de una fantasiosa “consolidación nacional”, no es sino exceso imaginativo.

Si bien la fiscalización es un ejercicio de autoridad predominantemente inquisitivo, que no es ni con mucho una actividad que permita a la autoridad saberlo todo, verlo todo, sancionarlo todo, el INE sí se percató de gran parte de lo ocurrido en materia de ingreso-gasto de campaña. Al final, se impusieron multas a partidos por un total de 392 millones 50 mil 786.90 pesos, de los cuales 130 millones 952 mil 471.86 pesos corresponden a campañas federales y 261 millones 98 mil 315.04 a las locales.

Es difícil sostener de manera absoluta que la fiscalización fue un éxito o un fracaso. En este contexto complejo, la fiscalización cumplió de manera razonable su cometido. El trabajo se hizo bien. Siempre se puede mejorar, por ejemplo la verificación de campo tiene que ser más exhaustiva.

Cabe recordar que el fin último de la fiscalización no consiste en imponer sanciones sino en propiciar equidad, transparencia y conductas prodemocráticas. Para ello la autoridad está obligada a actuar con objetividad y legalidad, alejada de afanes “justicieros” sin fundamento.

Consejero electoral del INE, profesor de la UAM-I.

@jsc_santiago

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