Tras más de un año de padecer la confusa, improvisada y oscilante conducta de Donald Trump, es posible inferir algunos de sus propósitos. En el sorpresivo ataque en Siria, por ejemplo, se equivocan los que apresuradamente sostienen que ya modificó su política aislacionista de “America First” y tendrá mayor participación en la problemática mundial. En efecto, en semanas pasadas sus descoordinados voceros pregonaron que el derrocamiento del brutal dictador Bashar Al Assad no era una prioridad, que EU no cometería el error de involucrarse en otra guerra como en Afganistán o Irak, y de remate se cerraron las puertas a los refugiados de ese país. Pero como la indignación desatada por el video del empleo de gas neurotóxico contra civiles y niños dio vuelta al mundo, el señor del oportunismo mediático se apropió de los martirizados beautiful babies y ordenó lanzar 59 misiles Tomahawk contra la base aérea Shayrat. Fue todo un show: un colorido espectáculo que costó 70 millones de dólares; se previno a los rusos para que no sufrieran bajas, y estos vociferaron contra la agresión a su aliado para seguir disimulando los turbios vínculos que tienen con Trump & Company. Simplemente se trató de otro de sus ardides publicitarios: frente a sus bajos índices de aprobación, las derrotas sufridas en el Congreso, la falta de rumbo de su gobierno, los incesantes conflictos de interés, los cada vez más preocupantes nexos con Rusia, etc., etc., aprovechó la coyuntura para —sin mediar una investigación previa sobre el origen del letal gas— acaparar la atención con “su gesto humanitario”.

Aunque inevitablemente ello tiene implicaciones de política exterior, fundamentalmente tuvo propósitos de política interna. Lo esencial para los dirigentes de la superpotencia es fortalecer su base de poder interna… lo externo es secundario y debe acomodarse a sus necesidades domésticas aunque tenga un alto costo material y en vidas humanas. Ejemplos abundan: en 1846 James Polk culpó a México de “derramar sangre americana en territorio estadounidense” (¿?) para conseguir que el Congreso nos declarara la guerra; en 1898 Teodoro Roosevelt responsabilizó a España de hundir el acorazado Maine en La Habana para iniciar la guerra hispano-americana; en 1964 Lyndon B. Johnson inventó un ataque a sus navíos en el Golfo de Tonkin para desatar la guerra contra Norvietnam; Ronald Reagan culpó a los soviéticos de socavar el proceso de detente para justificar una nueva carrera armamentista y el recrudecimiento de la Guerra Fría; baby Bush difundió la mentira de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva para poder invadir Irak, etc. Quienes no solo hemos estudiado la política mundial, sino que la hemos vivido, concordamos plenamente con la contundente afirmación del sabio George F. Kennan (creador de la política de contención de la Guerra Fría): para los líderes políticos son más importantes sus intereses personales, que los de la nación o de la población.

Si mandatarios de mucho mayor calibre y trascendencia hicieron lo señalado, qué no podemos esperar de un presidente inseguro, narcisista e inexperto, cuya mayor preocupación es su ego. De la reunión que sostuvieron congresistas con militares de alto rango del Pentágono para que explicaran los alcances y objetivos del sorpresivo ataque a Siria, quedó en claro que no hay estrategia, proyecto o política definida alguna. Por consiguiente y como ha sido hasta el momento, podemos esperar, en este y en otros casos, más demagogia coyuntural, incoherencias, improvisaciones, ocurrencias, contradicciones, y especialmente más golpes publicitarios en tanto siga en pie un caótico gobierno que confunde real life con reality show.

Internacionalista, embajador de carrera y académico

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