La escena sucedió en el Auditorio Nacional en la Ciudad de México: un pequeño de cinco años se subió a un muro alto y no se quería bajar, por más que los padres le rogaban que lo hiciera. En eso se acercó un policía y le dijo al niño que se tenía que bajar porque estaba prohibido subirse a ese lugar. Inmediatamente los padres se le fueron encima a la autoridad: “Usted ¿con qué derecho le dirige la palabra a nuestro hijo?” fue lo primero que dijeron y de allí se siguieron con insultos relativos a su condición de persona pobre, de piel morena y de asalariado.

La tristemente célebre Lady de Polanco que hace algún tiempo insultó y hasta golpeó a un policía que la detuvo por manejar en estado de ebriedad, lo insultó también con el “asalariado de mierda”.

“Aristocracia rufianesca” le llama Verónica Murguía a estos personajes que hoy pululan con su total falta de respeto al prójimo, sea este quien sea: autoridad, anciano, burócrata. Es la manera de ser que está de moda: arrogancia, desobediencia a la autoridad, insultos.

Murgía cuenta cómo un niño que corría por los pasillos del super la golpeó con el carrito y cuando ella le reclamó a la madre, ésta la insultó ¡a ella! Mi vecino cuenta que llevaba media hora haciendo cola en una ventanilla cuando llegó un joven y se metió en la fila adelante de todo mundo. Como le reclamó, el sujeto contestó con amenazas.

En nuestro diario vivir, un conductor atropella a una policía que le señala que va en sentido contrario o lo detiene en el alcoholímetro. Los habitantes de no se qué pueblo apedrean a los policías que persiguen a unos delincuentes, estudiantes encapuchados avientan petardos a los soldados dentro de la zona militar, maestros queman vehículos, oficinas, archivos.

Todo esto viene a cuento para seguir con el tema de la semana pasada: cada cual considera que él es el centro del mundo y que puede hacer lo que le venga en gana, porque “¡Yo lo valgo!”, como dice un comercial. Estas actitudes no son exclusivas de unos cuantos, sino un modo de ser social en el cual han desaparecido las reglas de convivencia, el civismo, los modales, las cortesías, y todo eso se considera inútil. Por eso ya nadie saluda, no cede su lugar a un discapacitado, viejo, embarazada, insulta a la primera de cuentas.

Y claro: de la falta de respeto al prójimo se pasa fácil a la falta de respeto a la autoridad y del incumplimiento de las cortesías básicas se pasa fácil al incumplimiento de la ley.

Hace unos días escuché un programa de radio en el que un locutor anunció una nueva serie de tv de la que los productores no han querido hablar, pero él, orgulloso, contó que había hackeado la información y sus compañeros le aplaudieron.

¿Por qué escribo esto ahora?

Porque esta es la época del año en que nos endilgan el discurso de la bondad y la alegría y el cariño, de que la familia y los amigos y los vecinos son lo más maravilloso. En los comerciales todos sonríen y se intercambian regalos como si deveras a unos les importaran los otros y a los otros los unos. Pero esos mismos son los que en lugar de educar a su hijo, insultan a la señora que se queja porque el niño la atropelló, los que agreden en las redes sociales, golpean a los policías y les importa muy poco la ley y la decencia. En este país celebramos la ilegalidad, la trampa, la mentira, la corrupción, la grosería y el racismo, pero luego nos enojamos cuando otros las cometen.

Ya lo he dicho aquí: nada de eso cae del cielo, sale de nuestra propia sociedad. Esas personas violentas y groseras aprenden, se educan y maceran en ella. Los niños repetirán esas conductas, y conforme crezcan irán aumentando su intensidad, porque así es como funciona esto: ante la impunidad, siempre se prueba un poco más. Y otro poco más. Y así, hasta ¿dónde?

Como también dice Verónica Murguía. “Da tristeza y miedo”.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

www.sarasefchovich.com

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