Durante los cinco días de estancia del Papa en nuestro país, los medios nos ofrecieron la narración más exhaustiva sobre cada una de sus presentaciones. Parecía un guión urdido previamente por las empresas televisivas, el alto clero y los agentes del gobierno mexicano. Esta costosa puesta en escena y los controles omnipresentes del Estado Mayor contrastaron con el calvario en el que está inmersa la nación. A pesar de la congruencia básica en el discurso pastoral de Francisco, las denuncias puntuales que muchos esperaban fueron suplantadas por el espectáculo.

Se han conformado así dos polos de opinión sobre la posición del Papa ante la realidad de México. Para algunos, su presencia dio un respiro al momento crítico que cruza el país, a través del llamado ético que alienta a la construcción de una sociedad más armónica que elimine la corrupción y reconozca las causas estructurales que generan la violencia, la exclusión y la desigualdad. Subrayan su mensaje a favor de una Iglesia mexicana comprometida con los pobres, alejada del clericalismo y del materialismo; sobre todo de los “acuerdos debajo de la mesa”, léase las complicidades con el poder.

Para otros, su actitud fue de “tibieza” ante los patéticos hechos nacionales y las desviaciones eclesiásticas. Lo percibieron como un “Francisco descafeinado” que describió el infierno, pero sin señalar a los diablos que lo atizan. No se pronunció sobre las víctimas del feminicidio y la desaparición forzada que evidencian la incapacidad del Estado para garantizar los derechos fundamentales de la población. Tampoco fue explícito en el señalamiento de la catástrofe social del país que ha generado, en sólo tres años, 2 millones más de pobres. Alejado de la filosofía que inspira su Encíclica sobre la “casa común”, se abstuvo de señalar al modelo económico prevaleciente como la causa efectiva de la miseria y la depredación. Omitió señalar los casos de pederastia clerical, uno de los pendientes más graves de justicia que tiene hoy la Iglesia católica.

Dio la impresión de no querer incomodar a los organizadores de sus eventos, ya fueran civiles, religiosos o militares. Se ha escrito que, conociendo Bergoglio la situación explosiva del país, eludió tomas de posición que hubiesen resultado incendiarias. The New York Times insinuó que la visita papal podría convertirse en asunto de “seguridad nacional”, habida cuenta de las repercusiones que sus palabras tendrían sobre una grey católica tan numerosa y adicta al Papa, a diferencia de Estados Unidos, donde se explayó con mayor libertad. Aquí se contrajo a decir: “Sentí ganas de llorar al ver tanta esperanza en un pueblo tan sufrido”.

La presencia del Papa será recordada, pero sus silencios también. La personalidad sui generis de Francisco como jefe del Estado Vaticano y cabeza de la Iglesia católica, fue factor para limar sus declaraciones pastorales y ceder en el campo diplomático. Situación aprovechada por la clase política para encapsular al Papa en el protocolo de una visita de Estado, carácter subrayado por el gobierno mexicano en la invitación que le formuló al Pontífice, aunque no le hubiese solicitado ninguna abstención concreta.

Lo más paradójico es que el Papa acudió a Palacio Nacional con toda la pompa de un jefe de Estado, mientras que el Presidente mexicano acudió a comulgar en la Catedral como un simple feligrés. Se arguye, con razón, que esta actitud fue violatoria del Estado laico, ya que el Ejecutivo, independientemente de sus creencias, no puede privilegiar en actos públicos una religión por encima de otras e ignorar la autonomía de lo político frente a lo religioso.

Quedará para los anales el rechazo a recibir a los padres de los 43 normalistas o a las víctimas de otras tragedias paradigmáticas. También la ausencia, durante la visita, de voces calificadas del propio campo católico exigiendo posiciones más claras sobre la violación sistemática de los derechos humanos. Sólo los indígenas en Chiapas le recordaron que “con palabras no basta”. Ciertamente Francisco nos dejó el mensaje de superar la resignación, asumir riesgos y atreverse a imaginar un cambio profundo. No obstante, su partida nos deja como estábamos y apenas alentados por la esperanza de revertir la degradación nacional.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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