La publicación de la reforma a la Constitución relativa al régimen político de la Ciudad de México ha sido considerada como un hecho histórico que abre la vía para la plena autodeterminación de la capital. A diferencia de otras reformas recientes, no se observa una polarización extrema, sino por el contrario una suma creciente de convergencias.

El intrincado y contradictorio lenguaje de nuestro texto constitucional se ha prestado a equívocas interpretaciones. Unos afirman que se convirtió en entidad federativa, otros que se constituyó el estado 32, unos más que alcanzó su plena autonomía política y pocos que al pueblo de la ciudad se le reconoció su soberanía dentro del Pacto Federal. Sólo estas dos últimas versiones son ciertas y deben ser aclaradas, a efecto de no extraviar el debate en discusiones terminológicas.

Recordemos que en 1824 se creó el Distrito Federal, con lo que sus habitantes quedaron sujetos a las potestades nacionales y vieron considerablemente disminuidos sus derechos ciudadanos. Sin embargo, en 1826 se reconoció al DF la facultad de elegir diputados federales, con lo que se iniciaba el reconocimiento gradual de su calidad de entidad federativa. En 1847 se le concedió el derecho de elegir dos senadores y en 1857 se definió explícitamente al Valle de México (territorio definido como DF) su calidad de parte integrante de la Federación, aunque se mantuvo su estado de sumisión.

A pesar de que esta decisión se ratificó en 1917, en 1928 fueron suprimidos los municipios y se asentó el dominio absoluto del poder central sobre la capital, como uno de los pilares del sistema hegemónico. La historia contemporánea comenzó con el terremoto de 1985, que movilizó a la ciudadanía y multiplicó las organizaciones civiles inconformes. La campaña de 1988 es inexplicable sin ese fenómeno que consagró una indiscutible mayoría de las izquierdas en la capital.

La plena autonomía de la ciudad se convirtió en prioridad para la oposición, pero fue hasta 1996 que logramos la elección por sufragio universal del jefe de Gobierno y de los jefes delegaciones, así como las prerrogativas limitadas de que ha gozado la ciudad. A pesar de que se mantuvo el Estatuto de Gobierno de 1994, expedido por el Congreso de la Unión, la Asamblea Legislativa comenzó a expedir normas de vanguardia. Esta contradicción alentó la búsqueda de un régimen de competencias semejante al de los estados, lo que fue propuesto en 2001 y 2010, aunque los atavismos centralistas y los intereses partidarios impidieron que se materializara esa conquista.

El proceso reiniciado en 2013 permitió incluir el tema en la agenda de prioridades nacionales e hizo posible la aprobación de la reforma. No es superfluo afirmar que este logro se debe sobre todo al esfuerzo de las fuerzas progresistas y de la ciudadanía en la búsqueda del reconocimiento de sus derechos inalienables.

No vemos retroceso alguno en esta reforma. Con el propósito de deslegitimarla se argumenta el supuesto peligro de perder los avances alcanzados. Nada más ajeno a la verdad, puesto que nuestra Carta Magna estipula en el artículo 1º el principio de progresividad. Retroceder en las conquistas avanzadas implicaría una violación flagrante a la Constitución federal y la ciudadanía capitalina no lo permitiría en modo alguno.

La autonomía alcanzada es obviamente distinta a la de los organismos autónomos constitucionales, como la Universidad, el INE, el Banco de México o la Comisión de Derechos Humanos. El diccionario la define como: “potestad que dentro de un Estado tienen provincias, regiones u otras entidades territoriales, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios”. A mayor abundamiento, el artículo 41 constitucional estipula hoy que “el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los estados y la Ciudad de México, en lo que toca a sus regímenes interiores” según las particularidades de cada uno.

En adelante el pueblo de la Ciudad ejercerá para todos sus efectos los atributos de la soberanía que le corresponden en el marco del Estado federal. El camino es largo y dependerá del vigor de las fuerzas ciudadanas la profundidad de los cambios que habremos de emprender.

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