A Lulu Quintana

En los jardines del Palacio de Versalles, las esculturas de Anish Kapoor, nacido en Bombay, naturalizado inglés, dialogan con el trazo de los jardines, con el apastelamiento del palacio y con lo versallesco propiamente dicho, que refiere a la estética ornamental del tiempo de Luis XIV. Pareciera que las curadurías de arte recientes buscan que presente y pasado se encuentren, despeinar los archivos museísticos y estáticos haciendo que nos hablen a los habitantes del siglo XXI como lo hicieron las piezas antiguas con sus contemporáneos. Gran idea, igual que resultó una experiencia fascinante ver esos espejos apuntados al cielo donde lo cóncavo y lo convexo hacen al espectador estar más en tierra con un palacio flotando, o más cerca de las nubes, con un palacio a los pies. Esos juegos de óptica, de punto de vista al fin y al cabo (esencia del arte) son literales en las piezas de Kapoor. (El Cloud gate del Millenium Park es un clásico de Kapoor y quizás el referente más conocido, le llaman “Bean”, un frijol o nube espejo que hace de entrada al parque.) Aquel espejo ondulante en la entrada del palacio que da hacia los jardines no resulta un obstáculo o biombo sino una extensión de la construcción, de los jardines que descienden en cuidadas escalinatas y mazos de arbustos labrados, y de nosotros, los que miramos, los que estamos allí.

Una pieza perturbadora es el motivo de la reflexión que comparto. Kapoor la llamó la Dirty corner, la esquina sucia, la prensa la apodó “La vagina de la reina”. Habrá que explicar la sensación que provoca mientras uno baja la escalinata que conduce a otra parte de los jardines, previas a un estanque donde otra pieza de Kapoo, —una especie de remolino de agua incesante— hipnotiza y jala. (Eso es lo que Kapoor hace con sus piezas, provocar sensaciones que no ocurrirían de la misma manera en otros lugares. Son hechas ex profeso para estos jardines de traza simétrica y precisa del fastuoso reino de Luis XIV y sus herederos, a unos kilómetros de París.) Se siente la libertad y la armonía, por eso llama la atención que aquella enorme trompeta, casi bocina de antiguo discógrafo, de metal herrumbroso se abra despatarrada, como una flor para abejas gigantes que nos vuelve curiosos y deseosos. Porque no sólo nuestra vista impulsada por el estirón de cuello, por ponernos de puntitas, nos hace indagar qué hay al fondo, sino que deseamos penetrar por ese túnel misterioso, un tanto Alicia, un tanto la vagina del palacio y escudriñar en el fondo oscuro lo que los jardines acicalados no rebelan. Rodean a la corola de metal unos predurzos enormes, algunos pintados de rojo, de un rojo deliberadamente artificial (se pueden ver en Internet las fotos aunque en esa doble dimensión y fuera de contexto no resultan tan intensas). Uno siente que algo está fuera de lugar, porque los espejos y sus reflejos parecían bailar con el derredor y esta pieza parece picar la plácida belleza del césped. Aquí está lo innombrable, lo secreto, eso que todos queremos conocer detrás de las pelucas blancas y los rostros polveados, abajo de miriñaques, corséts y guardainfantes. Aquí está la intimidad.

Paradójicamente, quién sabe con qué artimañas, y por segunda vez, esta pieza fue grafiteada. Un acto vandálico y reprobable, al que Kapoor respondió después de las pintarrajeadas del 7 de septiembre (tuve la suerte de verla dos días antes), que no las borraran, que las dejaran. Tal vez era una forma del arte sumándose al arte, o tal vez al incorporarlas la intención de agravio perdía su sentido y era una forma elegante de venganza. Además, lo de Dirty corner era un buen paradero de consignas sucias. Quiso dejar las huellas del racismo en la Francia actual, una cicatriz. Lo impensable es que ahora Kapoor ha sido demandado por el consejero municipal de Versalles, quien considera que haber dejado las consignas es un acto de antisemitismo. Ya desde el principio, aquellas piezas trasgresoras habían molestado a los conservadores. Antonieta quizás las hubiera disfrutado desde su palacio privado de Trianón, que daba a los mismos jardines donde nadie podía entrar si no era invitado, pero las pelucas blancas siguen coronando cabezas. Otra forma de agredir al artista al amparo de las leyes.

De cualquier manera nos podemos regodear en la fuerza del arte, en su poder. La indiferencia es más grave. ¿Quién podía salir ileso de aquel pasadizo a la oscuridad que la voluptuosidad dorada del entorno oculta? Ninguno de los que pudimos verla, ni el propio Anish Kapoor.

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