Nuestra última conversación ocurrió en Segovia el año pasado. Uno no sabe, afortunadamente, que toda charla, todo encuentro puede ser el último. Cuando lo es se enmarca con la nitidez que le da nuestro deseo de preservarlo como una foto querida. Para el Hay Festival, Pablo Raphael desde el Instituto de México en España, y ocupado también literariamente por el tema, propuso una mesa de Literatura telúrica a 30 años del sismo del 85. Como Ignacio Padilla había escrito un muy interesante ensayo sobre la desmemoria alrededor del sismo, fue uno de los convocados. Es cierto que gozamos la mesa del auditorio del Museo de Arte Contemporáneo con Juan Pablo Villanueva, Pablo Raphael, Nacho y yo, pero es más cierto que gozamos la cena de lechón con la que nos agasajaron aquella noche. Por eso al día siguiente, en que nos tomamos un respiro en la bella Segovia, cada quien caminando sus callejas, tomando sus plazas, visitando la casa donde vivió Miguel Hernández en esa ciudad de piedra y luz, cuando Nacho y yo nos reunimos para cenar yo dije que no podía con otro lechón. Pero él sí. Cenar un lechón es quizás una metáfora muy clara del gusto por la vida. Porque Nacho encaraba así la vida: con entusiasmo; era voraz y generoso. Recuerdo que la pasamos muy bien porque, con esa erudición que lo caracterizaba, podía ilustrar muchos temas, pasar de uno a otro sin petulancia, con regodeo, goloso. Era un hombre de fácil conversación, de calurosa presencia, alrededor del que uno se sentía bien. En el camino de regreso a Madrid seguimos la conversación, yo me quedaría unos días, pero él volvería de inmediato a la Ciudad de México. Había cruzado el mar por tres días. Nacho podía hacer esas cosas, un ritmo vertiginoso, una disciplina de trabajo impecable y siempre ese apetito por la vida.

Debo a Nacho la lectura y amistad del escritor español Gonzalo Calcedo, autor de cuentos sutiles y entrañables (a quien incluí en Solo cuento tomo 8 —por cierto Padilla compiló los cuentos de otro de los tomos de esta estupenda colección de Difusión Cultural de la UNAM), porque año con año coordinaba la mesa de cuentistas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Nacho era un amante del cuento, como podemos comprobar al leerlo. Su buen diente por la literatura, su pasión por el Quijote, su construcción de mundos insólitos y barrocos como el de su primera novela, La catedral sumergida, están en lo publicado, pero lo que aún estaba por hacerse, otros encuentros en alguna lugar del mundo, conversaciones al garete, su calidez y su mirada son un gran hueco.

Dos amigos míos de otras épocas han muerto tempranamente, con ellos los episodios que ya no puedo recrear a solas (como si uno necesitara al otro para tener le versión completa del recuerdo). Pero no puedo imaginar el dolor de perder a un amigo con el que has soñado la vida, el que te ha acompañado por tantos años y sigue en el barco. Pienso en los compañeros de generación de Nacho, los escritores que inventaron el crack (esa “broma en serio”, como le llama Jorge Volpi, su más cercano), como Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz, Alejandro Estivil. La de Nacho es una muerte fuera de lugar y de tiempo que costará trabajo aceptar.

Vuelvo a Segovia y nuestro caminar hacia el restaurante muy cerca de catedral, donde algún festejo religioso ocurría como lo constataba el río de gente saliendo de ella. La noche de septiembre 23 era fresca y grata, el cielo azul negro nos entoldaba y estábamos contentos. Nacho cenaría lechón y yo me asombraría de su buen diente. Beberíamos vino y celebraríamos la vida y la amistad.

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