Luego de las protestas sociales por el incremento al precio de la gasolina hemos asistido a una batería de declaraciones de funcionarios públicos señalando que van a aplicar medidas de austeridad. Desde el Ejecutivo federal proponen bajar el sueldo 10% de los altos funcionarios en algún momento del primer trimestre del año (no hay fecha cierta para ello), desde el INE se renuncia al despropósito de que los consejeros electorales se compren con cargo al erario el último modelo del iPhone y se pospone la construcción de su nuevo edificio en la sede de Viaducto Tlalpan y Periférico. En el Senado hay iniciativas para recortar el gasto y desde Jalisco, Pedro Kumamoto propone una reducción drástica del financiamiento a los partidos.

Todo eso está muy bien y sin duda debemos aprovechar la coyuntura para recortar las prebendas de la alta burocracia estatal, pero es inocultable que se trata de medidas que llegan tarde y que son como aspirinas para un paciente que tiene cáncer terminal. De hecho, en el fondo se trata de una burda simulación (una más) de los políticos a los que parece que el país se les sale de control.

No tiene caso hacer el disimulo de bajarse el sueldo cuando todos sabemos que las licitaciones públicas se siguen arreglando, cuando los desfalcos siguen impunes, cuando la deuda pública en entidades federativas y municipios se contrata con gran arbitrariedad, cuando los sindicatos oficiales siguen gozando de todo tipo de prerrogativas, cuando los vales de gasolina se regalan en grandes cantidades en casi todas las oficinas públicas (como si no les alcanzara con sus altos salarios para poner gasolina con su propio dinero, como hacemos todos los ciudadanos).

La verdad es que el Estado mexicano gasta mucho y mal. La Auditoría Superior de la Federación lleva años documentando casos de programas gubernamentales fallidos, de cuentas que no cuadran, de gastos inútiles o duplicados, de nepotismo en oficinas públicas y un largo etcétera, sin que como consecuencia se tomen medidas para evitar toda esa degeneración del servicio público.

Frente al barril sin fondo que es el gasto público mexicano parece de risa que se bajen 10% el sueldo los funcionarios. ¿Se imagina al lector a Javier Duarte diciendo “Me voy a bajar el sueldo. En vez de ganar 150 mil pesos voy a ganar 135 mil. Listo ciudadanos, ya estoy de su lado, ya no me molesten ni me exijan transparencia y cuentas claras, ya hice todo lo que pude”, mientras con sus empresas fantasma esquilma cientos o miles de millones de pesos del presupuesto del Estado? Si no fuera trágico y delicado, desataría sonoras risotadas.

Porque además, no sabemos el destino que vayan a tener esos ahorros. Por ejemplo, en diciembre del año pasado, gracias en parte a las denuncias de EL UNIVERSAL, varios diputados renunciaron a su “bono navideño”. ¿Qué pasó con ese dinero?, ¿qué destino tuvo?, ¿fue aplicado a programas sociales o de beneficio público? ¿A dónde se van a ir los mil millones de pesos que el INE le va a devolver a la Tesorería de la Federación o los sueldos que ya no se les van a depositar a los funcionarios?

Mientras eso no quede claro y haya explicaciones suficientes de la forma en la que el Estado se gasta cada peso y cada centavo de nuestro dinero, las medidas que se están tomando solamente se pueden calificar con una palabra: simulación. Nos quieren seguir engañando, como hace tiempo que lo hacen. Espero que, al menos por una vez, no nos dejemos o al menos no permanezcamos callados.

Investigador del IIJ-UNAM
www.centrocarbonell.mx

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